Por John Marulanda*
El pasado 11 de septiembre, se
celebró el aniversario 21 de los cuatro atentados suicidas de miembros de Al
Qaeda contra las 2 torres del World Trade Center, símbolos máximos del
capitalismo, y contra El Pentágono y en ruta a la Casa Blanca. Murieron más de
3.000 estadounidenses. Aún asombrado por las imágenes de la televisión,
testimoniamos la reacción bélica norteamericana contra Afganistán, con una
invasión patrocinada por la OTAN el 7 de octubre del mismo año, 2001. Una nueva
era empezó en el mundo: la guerra contra el terrorismo. En el 2003, se
desencadenaría la invasión a Irak, para llegar a Irán y Hezbolá, tan presentes
en Venezuela y actuantes en la región.
En Latinoamérica, los efectos de
tal guerra no se hicieron esperar y el delito de terrorismo se impuso en todos
y cada uno de los países de la región. En Colombia, por ejemplo, sin ninguna
discusión congresional, se instauró en el Código Penal el delito de terrorismo,
una figura delictiva preexistente en el Estatuto Antiterrorista del 2003, entre
otras.
Pero en estas dos décadas,
muchas cosas han cambiado, especialmente de la mano de la tecnología
cibernética y de las redes sociales vigentes.
Siendo Colombia el primer
productor mundial de cocaína, el narcoterrorismo es una idea que se configura
desde los años 80 y que hoy en día se aplica a las FARC, al ELN y a los
carteles de la droga; sus recursos monetarios ilícitos alimentan y son el
combustible de la violencia actual. 19 masacres mal contadas durante las cinco
semanas iniciales del nuevo gobierno, con su raíz narcotraficante, plantean un
verdadero reto para las fuerzas de seguridad del Estado.
Los 19,5 (29,2 Anif 2017)
billones de pesos, un 2 % (3 % Anif 2017) del PIB nacional, son el combustible
para este tipo de violencia criminal que ha ensangrentado diferentes
comunidades desde Barranquilla, pasando por Santander y llegando hasta el
Cauca. Siete de cada 10 gramos del narcotráfico global (Unodc) se exportan
desde el país y el 80 % de las víctimas de homicidios habitan en municipios con
cultivos de coca. Bandas como los “Pachenca”, la “Oficina”, los “Costeños”, la “Local”, la
“Cordillera”, los “Mexicanos” y otras organizaciones criminales, se articulan
con carteles mexicanos, mafias europeas y organizaciones criminales
transnacionales venezolanas que, como el Tren de Aragua y los Maracuchos,
campean en el país.
La propuesta “Paz Total” y el
reinicio de negociaciones con el Comando Central (COCE) del ELN, plantean el
doble discurso vigente: la gerontocracia de esa organización sesentera,
mantienen un discurso político de corte castrista. Están protegidos en Cuba.
Pero sus huestes, frentes y cuadrilla, que suman unos 3.000 efectivos, están
profundamente comprometidos con la minería ilegal y el narcotráfico. Creemos
que la tal Paz Total para Colombia, un país con seis décadas de violencia
interna, va a ser un fiasco mayor. Porque si eso es con el ELN, ¿Cómo será con
las otras organizaciones narco criminales? Esperemos que el Alto Comisionado
para la Paz, tenga una hoja de ruta clara pues la inseguridad en Colombia nos
está afectando a todos, a lo que se agregan las crecientes afugias económicas.
De las torres de Manhattan a las
negociaciones con el ELN en La Habana y en las selvas el Chocó, la lucha contra
el narco terrorismo no ha perdido vigencia, mucho menos en Colombia en donde la
guerra irregular está en pleno desarrollo. Y la civilidad de Nueva York no
tiene nada que envidiarle al primitivismo de la selva chocoana en Colombia.