Por: Luis Guillermo Echeverri Vélez*
Cuando las personas no obran responsablemente y
adolecen de unos principios y valores muy sólidos, por lo general florecen los
abusos y resultan incapaces de manejar la ambición, embebidos con el poder.
Tristemente las elecciones presidenciales en las
democracias representativas, especialmente latinoamericanas, parecen estarse
convirtiendo en un video juego o en un reality-show televisivo, donde la
gente escoge entre varios productos mediáticos que no necesariamente llenan los
requisitos mínimos, los que, de acuerdo con el debido interés general y el
sentido común, se esperan de un gobernante.
Por eso el sistema de selección política de candidatos
y avales dentro de los partidos y movimientos, atado a la costosa financiación
de las campañas de elección popular, se convirtió en la enfermedad más grave de
las democracias representativas.
La politiquería partidista, salvo que resulte alguien
muy capaz y preparado y esté muy bien respaldado, opta por candidatos
plastilina que puedan moldear a sus aspiraciones burocráticas, clientelistas y
contractuales, pues sobre esa base embaucan a sus mecenas prometiéndoles que
una vez estén electos les devuelven los favores invertidos.
Es claro que, en esta época del conocimiento, el
debate no debería ser de derecha o izquierda, sino sobre lo que tiene sentido y
es correcto, y lo que no lo es.
No me digan que con la información y las métricas que
se manejan hoy, los que llegan al poder no pueden fijarse qué modelos y
sistemas administrativos realmente funcionan en el mundo y simplemente copiarlos.
Pero de eso nada, el trabajo serio no le calza al clientelismo burocrático que
solo busca “el poder para poder”.
Hay una diferencia absoluta entre entregarle el poder
a personas con experiencia profesional, ecuánimes, disciplinadas, con vocación
de servicio y una comprobada trayectoria honorable, y no a un sujeto
caracterizado por ser ruin, osado, mezquino, embaucador e irresponsable.
Sin embargo, por lo que el poder es una droga que
emborracha y quema conciencias y principios, está llena la historia de casos en
los que el poder público o privado, enceguece el entendimiento y la ambición
anula el discernimiento, incluso en casos de individuos preparados,
inteligentes y con una trayectoria responsable.
El asunto se agrava exponencialmente dependiendo de a
quien se le entrega el poder, cuando lo que confluye en la personalidad de un
líder son la indolencia acompañada de vanidad y de una enfermiza convicción y
propósito de que para cambiar algo hay que destruir todo lo existente, y no de
construir sobre lo ya logrado por la sociedad.
No solo es el problema de los avales a personalidades
plastilina. El caso es que en el ejercicio del mando el comportamiento de la
cabeza siempre ejerce sobre el cuerpo un efecto dominó. La persona que esté al
comando del Estado es un factor que de inmediato afecta toda la forma en que se
comporta toda cultura operativa del aparato institucional. Ocurriendo lo mismo
con la conducta de aquellos a quienes se les delega la responsabilidad de
administrar ministerios y entidades públicas en relación con sus subordinados.
Estrenar poder es asunto mucho más complicado de lo
que parece. Encontrar gente idónea en el sector público es un problema cada vez
más complejo, especialmente cuando no hay una burocracia profesional estable y
fundada en solidos principios de administración pública no ideologizados.
Por lo general un nuevo regente opta por rodearse de
otros inexpertos o personas que se ganan con cepillo y chinola su confianza y que
ignoran por completo la debida operatividad del Estado, de la economía y la
legalidad, y se dedican a atender congresistas y a tranzar votos por puestos.
De otro lado hay en la región evidencia suficiente de
cómo un país entero se desbarranca cuando un líder vanidoso y con falencias
personales y profesionales se rodea de personas ideológicamente obnubiladas en
contra del sistema de libre empresa y mercados regulados como garantía de la
inversión, de confianza y generación de valor.
Vemos hoy cómo nuestras naciones están al borde de convertirse
en Estados fallidos pues no logran superar las falencias de ser mal
administrados o cuando parece que pueden dar un salto al desarrollo, cambian de
orientación y rumbo.
Lo anterior ocurre cuando: la ignorancia es la
garantía de que se vale la retórica demagógica populista para defender un
sistema diferente al de la libertad de empresa, de mercado y del crecimiento
económico a partir del incentivo al emprendimiento; cuando la ambición
individual doblega a la racionalidad; cuando el deber ser y el interés general
sucumben en favor del enriquecimiento personal o de la arrogancia ideológica de
quienes tienen por profesión la política y de los funcionarios públicos que
habilitan la corrupción; cuando la inutilidad y la falta de preparación del
servidor público opaca la responsabilidad en favor del engaño y la mentira; y cuando
el resentimiento es el que impulsa el obrar con el rencor que se deriva de la
insatisfacción consigo mismo.
La realidad es que vivimos en una región donde, el
inmediatismo multiplicado por las comunicaciones modernas ha contribuido mucho
a que las falencias culturales y educativas se conviertan en insatisfacción
social.
No podemos ignorar que hay una correlación directa
entre las votaciones y el ingreso real de las personas, ni que la forma en que
los populismos llegan al poder y luego se mantienen, es vendiéndole o
generándole un caos a la ciudadanía.
Los ciudadanos cuando perciben situaciones de caos, y
qué más caos que una pandemia y una depresión económica acompañadas de las
revueltas violentas masivas que mediáticamente se han promovido en todos
nuestros países por medio de la comunicación masiva y unipersonal por las redes
sociales, se sienten inconformes y desamparados, y una buena parte de la
población vota inconscientemente por el cambio indefinido o embustero.
A mi modo de ver esa es la razón por la cual la gente
vota por un cambio. Se trata de un fenómeno de inconciencia colectiva que al
parecer está determinado por la media del nivel cultural de las naciones y por
la gran desconfianza que hoy le generan los políticos al ciudadano del común.
Lo anterior degenera en una nueva forma de procesos revolucionarios
disfrazados dentro de los procesos democráticos tradicionales, que están
cantados desde hace años, y que hoy está comprobado que consisten en la
destrucción sistemática institucional de valor económico y de la importancia de
la obligatoriedad de la legalidad.
Así llegan los populismos al poder. Engañan con el
discurso y luego destruyen sistemáticamente en lugar de continuar construyendo con
esfuerzo y sacrificio, como debe ser, para que un país sea cada día más estable
y atractivo a la inversión y a la generación de riqueza destinada a la
multiplicación de oportunidades de empleo y de negocios que llevan al
crecimiento de la economía, de los mercados por la senda de un desarrollo
socioeconómico.
El problema es llevar al poder o preferir que estén
detrás del poder quienes han tenido toda su vida, como escala de valores, un
mal ejemplo atado a la ilegalidad porque han tenido una vida al margen de la
ley. Por tanto, su referente es otro muy diferente a los principios de derecho
que rigen un pacto social democrático.
La degeneración de las democracias es gradual y muchas
veces tiene un límite irreversible, consistente en el desmonte de las
salvaguardias o flotadores que la sostienen; como la solidez de la institucionalidad
privada o gremial, la separación de poderes, la independencia y despolitización
de la justicia y de los organismos de control y la capacidad persuasiva y
coercitiva de las fuerzas armadas del Estado para mantener la seguridad
ciudadana acorde al debido balance entre libertad y orden.
Esa degeneración empieza por las formas anárquicas,
pasa por la autocráticas y termina en las totalitarias. Y ella empieza cuando se
utiliza el garantismo para encubrir el facilismo y eludir las dificultades
propias de cumplir las obligaciones ciudadanas cívicas y las normativas legales.
A ver si entendemos lo que ocurrió en Colombia el 7 de
agosto pasado. Imagínense qué pasa si amanecemos un día, y de buenas a primeras
al celular o al computador por el que nos comunicamos le cambiaron remotamente
durante la noche de sistema operativo. Ya el aparato no prende, el software no
funciona, los mensajes no entran ni salen, y si acudimos al servicio de soporte
nos dicen que el sistema cambio, que hay que comprar uno nuevo y las
condiciones de servicio ya son otras. Las que impone el Estado.
Pasamos de la noche a la mañana, y que nadie diga que
no estábamos advertidos, de un sistema híbrido entre una democracia decadente
convertida en anarquía por el debilitamiento de separación de poderes afectado
por la politización, ideologización e incompetencia promedio del servidor
público, a un sistema autocrático que representa el seguro a la impunidad en
materia criminal y ahora en materia administrativa, y que fácilmente puede
convertirse en un totalitarismo disfrazado de democracia, como ya viene
ocurriendo en muchos países de la región.
Es claro que como en el deporte o en toda actividad
que demande disciplina y responsabilidad, las cosas se complican mucho más aún,
cuando los círculos de poder viven de rumba, tienen adicciones a la bebida y la
droga, y por lo tanto estas empiezan a relacionarse con ese fuerte efecto
adictivo que genera el poder.