José Leonardo Rincón, S. J.*
“Mirar
los toros desde la barrera” era una expresión que
usábamos para decir que es muy fácil y cómodo decir lo que hay que hacer,
juzgar si lo está haciendo bien o mal, decidir si era de nuestros afectos o no.
Desde
la distancia, el espectador, apoltronado en su silla, aplaude, grita, manotea,
insulta, crítica, se enardece, celebra y rumia sus afectos o desafectos. Pasaba
en las proscritas corridas, pero pasa también en el fútbol donde los aficionados,
convertidos en “pontífices” emiten sus radicales veredictos, descalifican,
hacen cambios, profieren sus sabias estrategias, nos dan a conocer sus
concluyentes soluciones. Así mismo en la política cuando no se está en el
gobierno y se descalifica o porque se hizo o porque no se hizo. Pasa en las
organizaciones. Pasa en la vida…
La
gente no sabe lo que es estar en la arena, sola y de frente a un miura, con los
tendidos llenos y esperando a que el osado torero exponga su vida capoteando las
embestidas del animal. Al hincha, amante del fútbol, que a lo mejor es un
tronco en el juego del barrio, le queda muy fácil ser técnico cuando no está
sudando la camiseta frente a 10, 20 o 30 mil aficionados, improvisados técnicos
como él, cada uno diciendo lo que hay que hacer. Al político que estaba en la
oposición y cuestionaba la ineficiencia de los altos funcionarios, cuando lo
nombran en un cargo público se encuentra que está ahora en la mira de millones
de ciudadanos mordaces y siempre insatisfechos que lo despedazan con sus
críticas. Caerá entonces en cuenta de que ahora las cosas son a otro precio. El
empleado aprovechará las horas de almuerzo para practicar su canibalismo y rajar
del jefe y sus compañeros, hacer catarsis y sacar sus taxativas conclusiones.
Siempre,
no lo dudemos, es muy fácil juzgar desde la barrera. Es cómodo, sencillo y
barato. Estamos mal acostumbrados a emitir juicios ligeros sobre personas y
situaciones y a hacerlo desde una mirada subjetiva, sesgada, parcializada, sin
datos ciertos, movidos por afectos o desafectos, por pasiones más que por
razones. Lo hacemos, además, sin medir el alcance de nuestros juicios, las
implicaciones y efectos que puedan desencadenar, la difamación que conlleva, el
daño reputacional.
Cuando
hay empatía y uno se pone en los zapatos del otro, hay mesura, hay cordura, hay
ponderación. Los absolutos se relativizan, los radicales se moderan. Los
juicios implacables se suavizan. Solo ubicándose si no realmente, al menos
virtualmente en el puesto del otro, se alcanza una objetividad mayor. Muchas
veces, puestos desde la barrera, la invitación es a ser más cautos antes de
lanzar conclusiones ligeras y atrevidas. La lengua es el peor azote y nos puede
salir por la culata cual búmeran. ¡Cuidado!