Por Pedro Juan González Carvajal*
En un país tan extenso como Colombia, cuya población en el
más alto porcentaje se encuentra ubicada entre las cordilleras Oriental y
Occidental, hablar del territorio rural es hablar de las 2/3 partes de los
departamentos actuales, de casi el 80% del total del territorio nacional y de 1/4
de la población, o sea aproximadamente 12.5 millones de habitantes.
Lamentablemente la exclusión, la pobreza, la iniquidad y la
falta de una verdadera presencia Estatal hace de estos vastos territorios, lugares
considerados como periféricos por los poderes centrales y localidades donde
quien manda es quien ocupa el territorio, dándose una gran variedad de ejemplos
reales.
El no haber realizado una oportuna organización del
territorio no solo en términos de densificación, de la propiedad y la tenencia
de la tierra, así como de un adecuado aprovechamiento de las riquezas tanto
minerales como agropecuarias, teniendo en cuenta un adecuado y pertinente uso y
destino del suelo, aunado a la informalidad de la realidad catastral, donde se
habla de solamente un 15% de los predios registrados de manera oficial y
adecuada, hacen de este escenario un caldo de cultivo apropiado para las reclamaciones
de los campesinos y las poblaciones indígenas, las injusticias, el
desaprovechamiento de la riqueza y una sensación de no futuro para las nuevas
generaciones, que solo ven en el desarrollo de los cultivos ilícitos, la principal
alternativa realmente viable para redimir su trabajo y poder garantizar algún
ingreso digno.
Hasta hace pocos años el salario mínimo legal vigente,
tenía un valor superior para el trabajador urbano que, para el trabajador
rural, lo cual es una muestra vulgar de iniquidad y de irrespeto por el
principio constitucional de la igualdad.
Intentos tibios de mal llamadas reformas agrarias,
institucionalidad focalizada y especializada inexistente, aparición, desaparición
y de nuevo reaparición de instituciones como el Idema, La Caja Agraria y
Caminos Vecinales entre otros, Legislaciones temporales para atender
coyunturas, insuficiente acompañamiento técnico y financiero, sin hablar de la
precariedad o inexistencia de las vías de comunicación y de las estrategias de
comercialización, no permiten dar continuidad a las políticas públicas en caso
de existir y hace que lo rural se maneje desde las poltronas de los ejecutivos de
las organizaciones públicas y privadas ubicadas en las ciudades capitales, con
una lógica exclusivamente urbana, lo cual es una oda al despropósito.
Hablar en Colombia sobre soberanía y seguridad alimentaria es
una quimera. Estamos importando un poco más del 53% de los alimentos, teniendo
además en cuenta la falta de capacidad logística de almacenamiento y distribución,
lo cual lleva a un gran desperdicio de cosechas enteras.
De nada nos ha servido hasta el momento el tener un
territorio que alberga todos los pisos térmicos durante todo el año, lo cual
nos convertiría en una potencial despensa planetaria –como ya lo fuimos hace
algunos años, pero cuyo reconocimiento fue retirado por la FAO–, así como una
riqueza hídrica que nos convierte en potencia mundial y en reserva para la
humanidad en este aspecto.
Estrategias con socios internacionales alrededor de la
aparcería, las concesiones, los negocios en compañía, el aportar nosotros las
tierras y comprometerse ellos en emplear la mano de obra local, traer la
tecnología, desarrollar las infraestructuras de todo tipo necesarias, traer
buenas prácticas y garantizar la comercialización de los productos, pagar
impuestos, todo ello nos convertiría en una potencia planetaria.
Levantar las restricciones para universalizar el uso de
semillas naturales y artificiales sin estar sometidos a monopolios
internacionales, evitar el uso de insecticidas y/o abonos que afecten a los
humanos y a los polinizadores.
Por ahora, desarrollemos por fin el siempre aplazado censo
catastral rural, intensifiquemos el programa de restitución de tierras,
reconstruyamos una figura semejante al anterior Idema, propongámonos como
objetivo nacional ser autosuficientes en términos alimenticios, comprometernos
a que ningún niño en Colombia muera por hambre o por desnutrición,
desarrollemos una infraestructura vial alrededor de las vías terciarias que
permitirán la integración con las nuevas generaciones de carreteras y hagamos
que el Estado asegure su presencia en cada rincón del país.
Recordemos que los campesinos han sido quienes
históricamente han puesto los muertos ante el conflicto armado, que han sido quienes
han aportado los soldados para la Patria, que son quienes con su esfuerzo aseguran
cierto nivel de aprovisionamiento para las ciudades y quienes cuidan y protegen
nuestras selvas, nuestros bosques, nuestra flora y nuestra fauna, y sobre todo
nuestra agua.
De manera respetuosa recomiendo la lectura del libro “El
sentido común de la reforma agraria” de don Hernán Echavarría Olózoga, prominente
y destacado empresario y experimentado, además, en las lides de lo público.
Sus apreciaciones sobre el concepto de la relación entre
productividad de la tierra y el tema tributario dan luces sobre asuntos de los
cuales hoy se habla, más respaldados en la desinformación y la ignorancia que en
bases argumentativas de peso.
Son las posturas y opiniones de un empresario representante
del capital que entiende con claridad meridiana la función de lo público.
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