Por José Alvear Sanín*
La traición deja provecho transitorio al que la comete,
pero queda lastrado con una vergüenza que lo persigue ya para siempre. Si eso
les ocurre a los pequeños traidores, que sufren luego el desprecio en su
estrecho círculo laboral, comercial, lúdico o deportivo —como pasa con el
esquirol, el falso quebrado, el tahúr y el portero del autogol convenido, todos
despreciables—, ¿qué diremos entonces de los grandes traidores?
La historia está llena de ellos. Por hoy baste recordar a
Jacob, que privó de la primogenitura a su hermano, a cambio de un plato de
lentejas; a Bruto y Casio, que asesinaron a su jefe, amigo y protector. Y
saltándonos algunos siglos donde también abundaron, recordemos solamente a
Benedict Arnold, general americano que se pasó a los ingleses, para llegar
hasta Pétain, Laval y Quisling, quienes al servicio de los nazis gobernaron sus
países hasta alcanzar el despreciable apelativo de collaborateurs.
Tanto Shakespeare, deprecando a los asesinos de Julio César,
como Dante, han situado moralmente la traición donde corresponde. En el Inferno
comparten con Dite el más profundo y horrendo círculo Bruto, Casio, y el peor
de todos, Judas Iscariote.
Llegando a estas líneas, el menos malicioso de los lectores
se dará cuenta de que me acerco a César Gaviria. Es verdad que ese individuo no
es, hasta ahora, figura histórica destacable, pero si con su traición al país
llega Petro a la presidencia, el daño que le hará a Colombia será tan gigantesco
como aterrador.
El beso de Judas al Señor se dio en la oscuridad de la
noche, mientras el de Gaviria a Colombia tuvo lugar a plena luz del día, en un
lugar que antes no ofrecía lentejas en su menú y en presencia de fotógrafos y
reporteros.
Dejando de lado la grotesca hipótesis de una
Vicepresidencia para la hijita querida, dijeron ellos que el encuentro era
dizque para conversar sobre “coincidencias” entre ambos acerca de la urgencia
de un “capitalismo” de tipo social y de una reforma tributaria para mejorar la
suerte del pueblo…
Muchos, preocupados por una posible presidencia del
terrorista y hombre de las bolsas, temíamos las componendas de políticos
logreros con él, después de agosto, pero Gaviria ha convertido esa atroz
posibilidad en una realidad.
Desde luego, no es él solamente, porque los Galán, Luis
Pérez, Alejandro Gaviria, Roy Barreras, Benedetti, la Teodora, De la Calle,
Juan Manuel Santos, etc., están haciendo cola para “colaborar”; pero la
diferencia entre los de esa caterva y Gaviria Trujillo radica en la investidura
que este ostenta como director del Partido Liberal, una de las fuerzas que, a
partir del Programa Liberal de 1848, y del Conservador de 1849, a lo largo de
172 años, han construido la democracia colombiana y la grandeza de la patria.
Es posible que para muchos valga más un plato de lentejas
que esos nobles y elevados conceptos que no se traducen en pesos, ni en
proficuos contratos, ni en abultadas comisiones, ni en curules, ni en el goce
transitorio que produce la libido imperandi.
¡Cómo puede el partido de Mosquera, Benjamín Herrera,
Rafael Uribe Uribe, Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos, Alberto y Carlos
Lleras, López Michelsen y Virgilio Barco, caer hasta el nivel intelectual del
estilista capilar!
¡Cómo es posible que el hombre ungido por el hijo en el
entierro de Luis Carlos Galán, asesinado por la mafia, se incline ahora ante el
poder político del narcotráfico y el Foro de Sao Paulo!
Para ser recordado, Eróstrato quemó el templo de Diana, y
César Gaviria entregó el país al castro-petrismo. ¡Pobres credenciales para la
Historia!
***
El gran reportaje con el doctor Remberto Burgos de la
Espriella, en La Barbería de William Calderón, nos presenta no solo al gran
médico, sino también al pensador, defensor de la vida y a uno de los hombres
que hacen falta en la primera línea de la política, ahora dominada por enanos
morales.