José Leonardo Rincón, S. J.
Este acontecimiento que
la humanidad celebra anualmente desde hace más de dos milenios tiene la
proverbial propiedad de ser siempre antiguo y siempre nuevo. La Navidad tiene
el encanto de seducirnos cada año y sorprendernos con nuevas resignificaciones.
Este año, por ejemplo, he estado pensando que la Navidad desde su mismísimo
origen ha roto muchos paradigmas.
Los dioses y las
deidades ordinariamente reposan en sus cielos y olimpos y desde allí observan o
controlan el devenir humano, siempre inferior en capacidades y poderes, y
siempre sometido a reconocer la superioridad de estos seres. En el cristianismo
se rompe este paradigma: el único Dios, omnipotente creador, no se queda
apoltronado en su cielo mirando con indiferencia la “pobre humanidad, agobiada y doliente”, sino que decide encarnarse,
haciéndose uno como nosotros. Ese fenómeno kenótico de humillación y
abajamiento es inédito, pues se trata de abajarse para suscitar lo contrario: dignificar
al ser humano elevando su condición lábil y finita.
Pero sorprende aún más
que ese Dios, busque insertarse en nuestra historia, en un país venido a menos,
en una provincia poco importante (¿de Galilea puede salir algo bueno?), en una
vereda insignificante, escogiendo como padres una pareja de humildes campesinos
que a duras penas pueden vivir con lo que tienen. Y ni siquiera puede tranquilamente
nacer allí pues la pareja debe migrar al sur, donde no hay posada para ellos.
Una pesebrera será su cuna, rodeados de animales y gente humilde. No hay
palacio, no hay corte, no hay servidumbre, no hay nada. Eso rompe nuestros usuales paradigmas
respecto de donde debe nacer un príncipe.
La humilde mujer, de
forma valiente, ha aceptado ser la madre de Dios. ¿Ha presumido de algo al
saberse elegida?, ¿se siente obligada a ser atendida con especiales cuidados y
prebendas? Nada. Se levanta, se pone en camino, corre presurosa a servir a su
prima mayor embarazada seis meses antes, a esa pobre vieja que con desprecio llamaban
estéril. Y con ese gesto se adelanta a lo que su hijo dirá luego de sí: no he
venido a que me sirvan, sino a servir. Otro paradigma que se rompe para quienes
esperan instalarse para ser atendidos y recibir toda clase de cuidados. María
nos enseña a salir de nuestro propio amor para darnos a los demás.
Finalmente, de José, el
carpintero, a quien homenajeamos este año de modo especial, también podremos
decir que rompe paradigmas. Porque es padre por adopción y acepta ese rol con
dignidad indescriptible, tentado de repudiar a su mujer por eventual
infidelidad, sujeto de dudas y burlas, sin embargo, acepta su condición con
altura, sin complejos. Renunciar al ego y la buena fama, rompe paradigmas en un
mundo estresado por los rankings y los ratings de popularidad.
Les deseo una feliz y
bendecida Navidad. Qué bueno celebrar el nacimiento en nuestro corazón de un
Dios que rompe paradigmas, nos descoloca, nos mueve el piso y nos invita a construir
un mundo mejor para todos. ¡Abrazos!