Por José Leonardo Rincón, S. J.*
La diatriba no es contra la alcaldesa, porque
manejar un monstruo de ciudad como esta no es ni será fácil para quien aspire a
ganarse tamaño dolor de cabeza. Un solo funcionario, por más bueno que sea,
nunca podrá hacer mayor cosa si no es de la mano de la cooperación ciudadana.
Bogotá, como capital del país, es y debe ser
una ciudad abierta a todos. No es el pueblo de los rolos, es la capital de la
República, es el centro de la nación entera. Esa es su fortaleza, pero también es
su mayor debilidad: ser de todos y ser de nadie. Porque aquí todo el mundo se
siente con derechos, pero pocos quieren cumplir con sus deberes y así no debe
ser.
He vivido y conocido bastante otras ciudades y
la gente quiere lo suyo. Lo siente como propio, lo cuida y lo defiende. Bucaramanga
y Pasto, por ejemplo, son vivideros muy agradables. Cali era el modelo de
ciudad cívica y desde hace algún tiempo comenzó a dejar de serlo, particularmente
después del paro es un auténtico caos. Medellín, otro ejemplo, a pesar de su
desbordante crecimiento en un valle que ya no aguanta más edificios (el 75%
vive en propiedad horizontal) y cuyas estrechas vías no soportan un vehículo
más es, sin embargo, todavía, una ciudad con alto nivel de civismo. Ejemplar la
cultura Metro: la limpieza y organización de sus estaciones, los vagones
impecables, el celo que hay en todos por cuidar este bien común. Hay cultura
ciudadana, hay sentido cívico.
Ad portas de entrar en los 60 y debe ser por
eso, porque me voy volviendo viejo, no dejo de lamentar que hayan suprimido en
el currículo escolar las clases de urbanidad y cívica, comportamiento y salud,
educación moral y religiosa y que esté en crisis la de ética y valores. No nos
digamos mentiras, ni seamos políticamente correctos, una población maleducada
como la que hoy tenemos es germen de muchos males sociales.
La experiencia que yo tengo a diario es que
aquí la gente hace lo que se le da la gana. La agresividad de quienes conducen
un vehículo es su nota característica pues impera la ley del más fuerte. Así los
otros se perjudiquen, se trata de imponerse y hacer sentir su fuerza y poderío.
Motociclistas, ciclistas y peatones, literalmente, se lanzan a los carros en
actitud retadora y hasta grosera. Se atraviesan, cierran el paso, invaden el
carril de velocidad para imponer su ritmo lento, nadie quiere ceder el paso al
otro y si pone las direccionales pidiendo cambio de carril más rápido aceleran la
marcha para impedirlo. La malla vial da grima y evidencia lo chambones que han
sido muchos de los contratistas que la han “arreglado”. Por haber querido
desestimular el uso del vehículo con un restrictivo pico y placa, lograron
duplicar las ventas de automóviles para tener en casa la otra placa y poder
movilizarse.
La inseguridad aumenta y la delincuencia rampante
se pasea oronda. El 77 % de los capturados en flagrancia quedan en libertad
para seguir haciendo de las suyas. Se sabe que estamos en un país de impunidad,
donde desde el ladrón de barrio y el de cuello blanco, hagan lo que hagan, no
les pasa nada y, si les pasa, al poco tiempo quedan libres para disfrutar lo
robado y seguir cometiendo fechorías.
Desde hace muchos años, no tengo noción de que el pueblo capitalino asegure haber tenido un buen alcalde, todos son juzgados duramente y hay descontento, pero la fiebre no está en las sábanas, tenemos un pueblo inculto y carente de mínimos modales, agresivo y violento, sin sentido de pertenencia y de lo cívico, que exige todo y no aporta nada. Y vamos a estar peor si no hacemos algo pronto para cambiar este panorama. El caos capitalino es evidente.