Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Entre atónito y perplejo quedé cuando el jefe
de aquel entonces me dijo como queriendo ayudarme: “tienes que bajarle al
perfil, hay mucha gente que te envidia”. ¿Envidia? Y ¿qué es lo que envidian?,
¿mi cargo?, ¿hacer bien las cosas?, ¿ser exitoso?, ¿mostrar resultados? En otra
oportunidad un amigo me dice: “fulanito de tal (otro amigo) habla mal de ti,
dice que eres ambicioso y que te gusta el poder” y eso ¿por qué?, porque él
me conoce y sabe que he llegado a donde he llegado sin buscarlo, ha sido más
por mérito. “Debe ser por envidia”, concluyó. Finalmente, otro caso: “al
ver la evaluación, tu charla fue calificada por esa persona como la peor de
todas. Es raro, porque todos los demás le han dado la más alta calificación.
Debe ser pura envidia”.
Conocida en nuestro credo como uno de los
pecados capitales, la envidia no es otra cosa sino el deseo oculto o manifiesto
de obtener algo que posee otra persona y del que uno carece. Se trata, por
tanto, del pesar, la tristeza o el malestar que se genera por el bien ajeno. En
realidad, no es otra cosa sino resentimiento hacia alguien que resulta del compararse
de modo acomplejado y sentir celos agobiantes por considerarse inferior.
Hace años un famoso comercial en la televisión
mostraba una sensual mujer que contoneándose decía: “la envidia, es mejor
suscitarla que sentirla”. Y yo, personalmente, tengo que confesarlo, no sé
lo que es sentir envidia, pero tengo claro que existe y que desde el comienzo
de la humanidad ha hecho mucho mal. Por envidia, cuenta el Génesis, Caín mató a
Abel. No podía soportar que Dios mirase con gusto las ofrendas que le
presentaba.
Lo que muestra la envidia es falta de
valoración personal y amor por uno mismo, esto es, autoestima baja. ¿Por qué querer
lo que los demás tienen y, además, desearles el mal? Creo que se requieren,
conjugadas, altas dosis de neurótico apocamiento, inmadurez y mediocridad. Una
persona espiritual, una persona que sabe que Dios la hizo perfecta a nivel
corporal y que además la dotó de talentos únicos o carismas que otros no tienen,
no debería sufrir de un mal tan triste y vergonzoso. Nadie tiene que envidiarle
nada a nadie, porque es único, irrepetible, y tiene dones que otros no, y debe
disfrutarlos, compartirlos y ponerlos a crecer y producir al servicio de los
demás.
En nuestra vida cotidiana el mal de la envidia
hace mucho daño. Les hace daño a otros y también al que la siente. Quizás más
al que la siente porque de pronto quien es envidiado ni lo sabe, ni se siente
afectado. Es increíble, pero, sobre todo, muy triste ver cómo a alguien que
quiere surgir, levanta cabeza, progresa, tiene éxitos, le va bien
económicamente, es felicitado… hay otros que no lo soportan, se corroen por
dentro, mueren de celos. ¡Qué tontos! No se han valorado a sí mismos, no han
sentido el amor infinito de Dios en sus vidas. Si lo hicieran, estarían bien
ellos y seguramente estaríamos mejor todos.