Por Pedro Juan González Carvajal*
Cuando hablamos de la
historia de la humanidad y comenzamos a comprender el proceso de transformación
de los hábitos y las costumbres, y pasamos del hombre nómada recolector, al
hombre sedentario cultivador y domesticador de animales, estamos evidenciando,
entre otros, el proceso de la configuración de los pueblos y las ciudades,
inicialmente, al lado de los cauces de los ríos, para garantizar el acceso al
agua, a la pesca, a la movilidad y al transporte de productos.
No es por eso gratuito que
muchas de las grandes ciudades del hoy se hayan desarrollado al lado de un río
importante o en las líneas de costa.
Ejemplos reales los
tenemos en Europa con el Sena y el Mosa en Francia, el Rin y el Danubio en
Alemania, el Volga, el Pechora y el Dniéper en Rusia, el Tajo, el Guadalquivir,
el Ebro, el Loira y el Duero en España, el Támesis en Inglaterra, el Vístula en
Polonia, el Ródano en Suiza, el Oder en Checoslovaquia y Polonia, el Tíber, el
Arno y el Po en Italia, y el Elba en varios países de Europa, entre otros
varios.
En Asia, el Ganges en la
India, el Yangtsé, el Amur, el Mekong, el Amarillo y el Brahmaputra en China,
el Éufrates en Turquía, Siria e Irán, y el Nilo en Egipto, entre otros tantos.
América no es la excepción:
tenemos el Amazonas, el Xingú y el Tocantins en el Brasil, el Misisipi, el
Potomac, el Bravo, el Yukón, el Colorado, el Missouri en Los Estados Unidos, La
Plata en Argentina, el Paraná en Brasil, Paraguay y Argentina, el Orinoco en
Venezuela, y el Magdalena en Colombia, entre muchos otros.
Pero no siempre su
influencia ha sido positiva, pues las inundaciones, la sedimentación, las
invasiones o el deterioro por ser destino de los desechos de todo tipo
producidos por los humanos, muchas veces se han vuelto en contra de los propios
humanos.
Estas arterias fluviales
representan la vida y el desarrollo. Es por ello que los países deben
comprender su importancia y establecer políticas públicas que los consideren
como “entes sujetos a tratamiento especial”.
Para un país como Colombia,
con parte de su territorio agreste, los ríos se convierten en vías de
comunicación naturales, para lo cual, por razones históricas, deberíamos
emprender la formulación e implementación de objetivos nacionales como el de la
redensificación, para poder sacar provecho de estas ventajas estructurales.
Recordemos que los
conquistadores y los colonizadores españoles escogieron los terrenos altos para
fundar los primeros poblados, buscando un clima más favorable y semejante a sus
condiciones en España.
La fundación de pueblos en
las costas aparece como obvia, favoreciendo aquellos lugares con bahías
naturales o bahías factibles de construir.
Ante el cambio climático,
se hace necesaria la protección de los nacimientos y los cauces de los ríos,
así como el establecimiento de diques apropiados para tratar de controlar los
desbordamientos en épocas invernales.
La construcción de
represas y embalses deben tener sus apropiados esquemas de mitigación del
impacto que este tipo de obras producen aguas abajo, con relación al volumen
del cauce, la fuerza de la corriente, la población acuícola y la población
humana.
Muchos cuerpos de agua se
asocian a su relación con ríos, convirtiéndose en verdaderos santuarios de
flora y fauna.
La naturaleza nos prodiga
sus dones y nosotros, en términos de comportamiento civilizado, y con espíritu
consciente de supervivencia, debemos aprender a ser gratos y cuidadosos con sus
regalos.