José Leonardo Rincón, S. J.*
A
todos, sin excepción, Dios nos dio dones, talentos, cualidades, virtudes,
fortalezas, plus propios, a veces excepcionales, otras únicos, siempre cosas
buenas. En ese sentido, nadie en este mundo debería sentirse acomplejado o
sentirse menos que otros. Desde hace rato lo aprendí de mis maestros: nadie es
más que nadie, nadie es menos que nadie, nacemos iguales así seamos bien
distintos. Por eso también, uno de mis textos bíblicos favoritos es el apólogo de
origen alejandrino que San Pablo reflexiona en su primera carta a los Corintios
y que conocemos como el simil del cuerpo, que bien emplea para referirse a la
unidad en la diversidad de la Iglesia y que se constituye en una joya del
sentido corporativo para cualquier grupo humano u organización.
Así
como el cuerpo, compuesto de miembros, órganos y sistemas bien diferenciados,
análogamente así somos nosotros en la sociedad. Aunque esencialmente iguales en
dignidad y derechos, evidenciamos una pluralidad ineludible que pone de
manifiesto que somos funcionalmente bien diversos y que lejos de ser eso un
problema, limitación o lastre, en realidad y precisamente se constituye en
nuestra mayor riqueza, nuestra mayor fortaleza. Pretender que todos pensemos y
actuemos de la misma manera, cual clones seriados, es un error de tajo, una
estrategia equívoca. Si algo nos ha hecho daño es querernos uniformar a todos, sin
tolerar la diferencia, aborreciendo al que es distinto en razón de su raza,
lengua, religión, opción política, condición social, género sexual, formación
intelectual, etcétera.
Una
sociedad evolucionada no reprime sino potencia esa realidad. Todos los
regímenes, cooptados por las grandes ideologías, han demostrado su fracaso. Que
no nos vengan con refritos recalentados a echarnos el cuento de que un Mao, un
Stalin o un Lenin son maravillosos, o que un Hitler, Mussolini o Franco son
fascinantes, o que el neoliberal capitalismo salvaje que vivimos en todas sus
expresiones es la fantasía. Ya hace casi un siglo, el filósofo francés Enmanuel
Mounier, en su “Manifiesto al servicio del personalismo”, denunciaba a
los tres por atropellar la persona, por avasallar el ser humano, por oprimir y explotar
por igual, cada uno a su manera, con discursos, métodos y tácticas diferentes,
pero obteniendo los mismos resultados. No entiendo por qué esto tan elemental y
básico no lo vivimos. Debe ser precisamente por eso, porque somos tan distintos
que hay algunos que quieren alinearnos a la brava. Y no. En los mejores tiempos
de la Guerra Fría entre poderes hegemónicos, surgió el movimiento de países
no-alineados, no alienados, para colocar su acento en otras causas.
Entonces,
cual equipo, estamos no solo para saber convivir pacífica y respetuosamente, sino
también para complementarnos y enriquecernos unos a otros, para ser una fuerza
que sume y multiplique, no que reste y divida. Cada uno tiene un lugar único,
necesario e irreemplazable que no puede ser ignorado o no tenido en cuenta. En
equipo, que no cada uno por su lado, nos va mejor, iremos más rápido, volaremos
más alto, llegaremos más lejos. Lo hemos visto: cuando trabajamos en equipo, obtenemos
mejores resultados, todos ganamos.
Las
actuales circunstancias de nuestro país no dan para que perpetuemos la
intolerancia y los radicalismos extremos. Estamos hartos y aburridos de
polarizaciones dañinas. Hay que buscar juntos algo distinto, nuevo, diferente. Algo
que le dé oxígeno y aire fresco y limpio a este enrarecido y pútrido ambiente,
maloliente por lo corrupto. Creo en que un país mejor todavía es posible y eso
se hace mejor en equipo.