Por John Marulanda*
Las inéditas protestas de Cuba, pone
sobre el tapete, de nuevo, la situación y posible futuro de la isla de los
Castro. Para cualquier persona con un mínimo de educación política en
democracia, es claramente perceptible la domesticación física y mental a la que
han sido y siguen siendo sometidos los cubanos.
Fidel Castro, como la figura cimera y
emblemática de la mágica palabra “revolución”, arremolinó a su alrededor a gran
parte de la intelectualidad latinoamericana, de aquellos que leyeron una
página, un capítulo o un libro más que sus condiscípulos o contertulios. La
solución a todos nuestros problemas cotidianos y nacionales era la revolución,
proclamó esa intelectualidad, mientras tomaba vino en los cafés de París o
whisky en los clubes sociales de Bogotá. Y Castro era el paladín de tal
solución final. Había que perder los escrúpulos, eso sí, y fusilar y seguir
fusilando, como lo declaró sin rubor el Che, el Carnicero de La Cabaña, en la
Naciones Unidas.
La onda expansiva de la revolución
cubana llegó a los lares colombianos con el ELN, que no fusilaba, sino que
“ajusticiaba”. Y lo sigue haciendo hoy en día, bajo la mirada benigna de
prelados católicos imbuidos de la moral de la teología de la liberación, que
como diría un magistrado, entiende que matar a otros por el bien social, no es
delito. Así la logística de esa máquina asesina sea el narcotráfico.
Urgido de sobrevivir a cualquier precio,
el castrismo encontró en el chavismo una vaca que ordeñó hasta el agotamiento.
Ahora extiende sus ambiciones a Colombia, a lomo de protestas sociales
contaminadas por la violencia de células narcoterroristas del ELN y las FARC.
Pero, reventados por una letal y
progresiva pandemia ‒a pesar de una vacuna artesanal‒ y por un hambre que a
diario les punza el estómago, los cubanos no aguantaron y salieron a la calle
con un grito que simboliza muy bien lo que es un régimen comunista: “No
tenemos miedo”.
Lo inesperado de esta protesta social
cubana, abre la gran oportunidad de demostrar la miseria de un régimen
estalinista que sostiene una camarilla en el poder gracias a la represión. En
esta coyuntura, que el gobierno colombiano rompa relaciones con Cuba,
fracturaría una rodilla a ese monstruo que se arrastra por la región buscando
una nueva víctima a la cual chuparle su energía y zombificarla como lo hizo con
Venezuela.
La dificultad para tomar tal decisión
reside en que la isla insiste en jugar un papel “pacificador” ante la amenaza
que puede llegar a representar el ELN, su hijo dilecto, para la seguridad del
país y la región. Así lo dicta el manual marxista-leninista: “asusta,
inquieta, aterroriza y entonces ofrece tu solución”. Las permanentes
ofertas y recomendaciones de diálogo y negociación con el ELN apuntan en esa
dirección.
Engaño estratégico en el cual se cae
fácilmente y que ahora tiene dos nuevos elementos que antes no existieron en el
combate contra esta banda: las redes sociales y el apoyo y aliento de
Venezuela, no sobra repetirlo, país rico ahora también en miseria y en diáspora
debido al timón político cubano.
Resultados militares efectivos y
contundentes contra la banda, serán la manera correcta de contener la amenaza
de desestabilización orquestada desde La Habana, habilidosa enemiga de la
democracia colombiana desde 1948. Pero romper relaciones con esa dictadura, es
el procedimiento óptimo para que la democracia, a pesar de sus defectos, se
mantenga y mejore en la región.
Si el castrismo cae, el
chavismo-madurismo cae, el orteguismo cae y podría verse un nuevo horizonte
político, social y económico, para una región en situación crítica y Colombia
podría tener una desaceleración en el ciclo de violencia en que está entrando.
Si Cuba rompe las cadenas que la esclavizan desde hace 70 años, renacerá la
esperanza. Si Cuba cae, lo incómodo en lo personal, será que tendré que renovar
la vergüenza de haberle gastado muchas horas a la estéril lectura de Granma, a
los inútiles documentos de la Casa de las Américas y a los embaucadores audios
de Radio Rebelde.