Por José Leonardo Rincón, S. J.*
El
asunto viene desde su fundador mismo, un hombre lleno de grandes aspiraciones y
deseos, que no se contentaba con poco, que no daba el brazo a torcer, que era
muy exigente con los otros, pero más consigo mismo, un hombre apasionado que vivió
tan radicalmente el mundo de lo material y superfluo como lo trascendente
espiritual. Ese peregrino de la vida, siempre en movimiento, siempre más,
siempre mejor, siempre universal, cuya fiesta celebramos este 31 de julio y que
celebra también los 500 años de su conversión.
Ya
dentro del primer grupo de compañeros fundadores, las cosas no fueron fáciles y
sobrellevar caracteres tan diversos, con posiciones no siempre convergentes fue
y sigue siendo todo un reto. Los jesuitas desde el inicio de su vida religiosa no
están moldeados todos por igual como si fueran producidos en serie, eso que
llamamos hoy día clones. Cada uno tiene su propio y genuino molde, el cual
siempre se rompe.
El
carisma ignaciano es tan amplío y flexible que permite la realización plena de
los individuos que lo asimilan, en campos apostólicos plurales. Por eso
encontramos personajes realmente exóticos, por lo únicos, evangelizando
cualificadamente no solo en las ciencias filosóficas, teológicas o canónicas,
sino también en las ciencias exactas: matemáticas, física o astronomía, la
biología en su abanico grande de especializaciones y también las ingenierías; las
ciencias humanas y sociales, economía y derecho, historia, literatura,
pedagogía o psicología; en el arte y la cultura, en sus variadas expresiones de
arquitectura y diseño, música o pintura, el cine y el teatro, pero también en las
tareas más inverosímiles: conduciendo un taxi, de payaso en un circo,
investigando en la NASA o de taparrabo en la selva conviviendo con etnias
ancestrales. Casi que podría afirmarse que están por todas partes, permeando todas
las realidades del acontecer humano.
Juzgados
de paradójica manera, amados y odiados, para muchos, santos, para otros,
demonios, esencialmente son signo de contradicción, porque acompañan con su
consejo a los ricos y poderosos de las élites, pero están insertos también en los
sectores más pobres y miserables. Para algunos son expresión de la derecha más
ortodoxa y para otros guerrilleros comunistas. Dueños de instituciones reconocidas
y poderosas andan también con los desechables de los suburbios de las grandes
ciudades. A algunos les parece que son maestros espirituales excelsos y a otros
demasiado metidos en cuestiones políticas.
A
su alrededor se han tejido leyendas como esas que magistralmente citara el
inolvidable padre Pedro Arrupe en el “Modo nuestro de proceder”: “Exagerando
o inventando defectos, ocultando o deformando virtudes, atribuyendo inventadas
intenciones, se creó la caricatura folletinesca del jesuita: taimado, soberbio,
sinuoso en el trato, falaz, caza-herencias, adulador de los poderosos y
cortesano intrigante. Esa es la descripción que algunos diccionarios sectarios,
y otros populares después de ellos, dan de la palabra ‘jesuita’. Para ellos, la
Compañía, además de sus enormes riquezas conocidas, domina desde la sombra
ingentes capitales, ha derribado gobiernos y provocado guerras en provecho
propio o del Papado; los jesuitas han envenenado las fuentes, han tramado
regicidios, han recurrido al puñal y la pólvora, han torturado mentalmente a
los moribundos, quisieron fundar un imperio en América, intrigan en el Vaticano,
y quieren dominar el mundo”. Hoy dirían que ya casi lo logran con
Francisco, este Papa jesuita.
Y
es que en la vivencia de su espiritualidad, como también lo constatara el gran
Arrupe, esta vez en otra conferencia maravillosa “Arraigados y cimentados en
la caridad” se presentan, entre otras, fuertes tensiones como las del
servir a la fe pero sin olvidar la promoción de la justicia; ser místicos contemplativos
sin dejar de tener los pies sobre la tierra, poniendo polo a ella con la acción
del trabajo; ser radicalmente obedientes a las directrices eclesiales sin
perder la capacidad del análisis crítico que gracias al discernimiento no deja
que las cosas se traguen enteras; y para no pretender ser exhaustivos, la
tensión entre la iniciativa personal expresión de esos múltiples y muy ricos
talentos y carismas y el sentido corporativo que hace que realmente no se caiga
en la fragmentación de volverse ruedas sueltas.
De
la herida que sufriera Ignacio de Loyola en Pamplona, en 1521, es decir, de un
accidente traumático y doloroso, de un revés existencial que trastocó todos los
planes de vida, como consecuencia, comienzan a verse cambios y transformaciones
profundas que hacen “ver todas las cosas nuevas en Cristo”. Eso lo vivió
en carne propia el fundador, pero del mismo modo lo siguen viviendo los
jesuitas, esos controvertidos personajes que tanto han dado de qué hablar.