Por José Alvear Sanín*
En el mundo distópico de “1984”, George Orwell
describe minuciosamente el funcionamiento del gobierno totalitario, que ya
había sido perfeccionado por Stalin en 1948, cuando apareció el libro. La
omnipotente maquinaria del “Gran Hermano” funciona a través de cuatro
ministerios: el del Amor, encargado del Odio; el de la Verdad, que difunde la
Mentira; el de la Paz, que hace la Guerra; y el de la Abundancia, que se ocupa
del racionamiento y la hambruna.
Ahora bien, a pesar de su profunda exploración
sobre los mecanismos del Estado totalitario, a Orwell se le quedaron en el
tintero algunos de los que operan en los regímenes despóticos para eliminar
toda libertad individual.
En ese mundo se ha impuesto “la neolengua”,
donde las palabras se construyen con fines políticos, para dirigir y controlar
el pensamiento de las gentes. El lenguaje políticamente correcto —acoto— es el primer
escalón hacia la neolengua obligatoria.
A medida que avanza la revolución colombiana se
observan los mecanismos embrionarios de los ministerios del Nuevo Orden:
Fecode se va
configurando como el Ministerio de la Verdad, que indoctrina a partir del kínder,
donde se enseña a los párvulos a cantar el nuevo himno nacional: “¡Uribe,
paraco, el pueblo está verraco!”.
Y en la rama “Judicial” se vislumbra el futuro
Ministerio del Amor, si consideramos el verdadero significado actual de ciertas
palabras en Colombia:
Derecho =
Torcido
Justicia =
Impunidad
Debido
proceso = Arbitrariedad
Legalidad =
Flexibilidad
Términos =
Eternidad
Imparcialidad
= Favoritismo
Juez =
Agente político
Constitución
= Acuerdo final
Perjurio =
Prueba “reina”
Altas Cortes = Bajos fondos
Es verdad que en contadas ocasiones algún
despacho falla en derecho, pero como una golondrina no hace verano, en la
subsiguiente apelación la sentencia ajustada a la ley es revocada
torticeramente.
En esas condiciones, la opinión pública se va
acostumbrando a incontables fallos insólitos, que se suceden diariamente
y que, por tanto, ya no sorprenden.
Hace unos días no más, julio 23, la todavía llamada “Corte Suprema de Justicia”, revocó el fallo del Tribunal Superior de Bogotá, que negaba la condición de víctima de Álvaro Uribe a la excompañera sentimental de un recluso, para convertirla en perseguida del expresidente, que jamás supo de los líos de faldas del protegido de su tenebroso acusador; y el Consejo (sic) de Estado suspendió el decreto, dictado in extremis, que autoriza la “asistencia” de las Fuerzas Armadas para restablecer el orden público en ciudades dejadas a merced de alcaldes proclives a la subversión.
Eliminados
toda expectativa de imparcialidad judicial y los últimos vestigios de autoridad
presidencial, ¡¿qué podemos esperar?!