Por John Marulanda*
Con un 80% de los
habitantes de Latinoamérica viviendo en ciudades, es entendible que la
perturbación actual se esté desarrollando en las calles y que un objetivo
prioritario de las organizaciones revoltosas de la izquierda regional sea sacar
a la policía de allí. Cuando los gobiernos ceden a esta pretensión, apoyada por
burocracias internacionales de marcado tinte mamerto, la transformación o la
destrucción del aparato policial del Estado, conlleva graves consecuencias para
la seguridad del ciudadano. Que lo digan la severa violencia y la alta
inseguridad de Caracas, especialmente en aquellas zonas que engañosamente se
llamaron zonas de paz, de las cuales se sustrajo la policía, con el argumento
de que, sin el respaldo de la fuerza, la bondad natural humana permitiría la
convivencia y el cumplimiento de la ley. Otra de las falacias del comunismo: la
eterna felicidad.
Capeando el temporal
En Colombia, la
reforma a la policía anunciada por el presidente Duque, no obedece a un
proyecto programático del Gobierno sino a la coyuntura de perturbación social
que después de cinco semanas deja una veintena de muertos, cerca de 2.000
heridos, ciudades vandalizadas, pérdidas por más de 15 billones de pesos, medio
millón de desempleados y el mayor descrédito político de los jefes gremiales de
tres sindicatos que no suman ni el 2% de la población colombiana.
La presentación al Congreso
del proyecto de ley con la reforma propuesta a una institución crítica para la
supervivencia del país, justo en momentos de zozobra, garantiza una discusión
polarizada, poco racional, con resultados que pasarán cuenta de cobro más
adelante. Es precario intentar la reforma de una institución al calor de
incendios, denuestos y una virtualidad de redes sociales que han logrado
estigmatizarla con opiniones engañosas que tienen como objetivo, finalmente, la
desestabilización del país.
En medio de esta
desastrosa pandemia, picando en 600 muertos diarios, y nuevos carros bomba en
la frontera por cuenta del ELN, la reforma policial luce inadecuada y a su
inoportunidad se abonarán la lentitud proverbial del Estado, las severas
limitaciones presupuestales y las urgencias del orden público que no cederán a
corto plazo. Todos estos factores pueden hacer que la reforma se transforme en
un maquillaje que no podrá, en ningún caso, cambiar la esencia institucional
que ha permitido que la Policía Nacional se adecúe a los cambiantes, pero
repetitivos contextos de seguridad ciudadana del país.
Horizonte poco
agradable
Las jerarquías, la
disciplina y la subordinación, son pilares sobre los cuales no hay nada que
discutir. Ellos garantizan la supervivencia de una institución armada de
seguridad como la policía y son las condiciones mínimas, sin las cuales, se
puede terminar en un desastre de consecuencias irreparables. La creación de un viceministerio
parece señalar la mitad del camino hacia un Ministerio de la Seguridad Pública,
una aspiración de vieja data de la izquierda política, que contempla un mayor
control político de la policía para convertirla, como a los militares, en una
guardia pretoriana contra los inefables “ataques del imperialismo y la
burguesía criolla”, manido coro de los fanáticos de esta tendencia ideológica.
Tal dependencia luce inconveniente.
Un viceministro a
cargo de estructurar la política de seguridad ciudadana y guiar la policía por
ese camino, ofrece el grave riesgo de una politización institucional, de lo
cual ya Colombia tiene amargas experiencias en su pasado histórico, como en la
llamada "Violencia" de los años 50. En 1993, durante el gobierno de César
Gaviria, cuando se dio otra reforma circunstancial, la Ley 62 de agosto de ese
año creó el cargo de Comisionado Nacional para la Policía, oficina que
concentró un zaperoco de influencias políticas clientelistas que terminaron por
opacar y desaparecer tal figura.
Reformas policiales, más
políticas que técnicas, a cargo de gobiernos socialistas como Cuba, Venezuela y
Nicaragua, son ejemplos dramáticos. En este último país, durante las protestas
estudiantiles del 2018 fueron asesinados más de 300 estudiantes por la policía
orteguista. Y no mencionamos aquí al FAES. Si definitivamente Colombia decide
crear ese Viceministerio, se deberá ubicar allí a un conocedor en la materia y
no a un político en ascenso o a un burócrata “de toda la vida” o a un miembro
de la corte de lambones que siempre acompaña al poder. Como fuere, el camino
hacia una institución policial inscrita en el Ministerio del Interior parece
haberse iniciado.
Por otra parte, cambiarles
el uniforme a los policías, no es significativo y si es costoso; la asignación
de un código QR a cada uniformado, plantea serios riesgos a la seguridad de los
policías más aún en esta época de ingeniería cibernética disruptiva y la
profesionalización es un empeño de vieja data que ha permitido a la policía
colombiana sobrevivir con un prestigio reconocido internacionalmente.
Hace poco, algunos
legisladores de la bancada de izquierda echaron de manera humillante a policías
encargados de la vigilancia de los recintos parlamentarios y dentro de unos
días con seguridad que el informe de la CIDH no será nada benigno con la policía
de Colombia, varios de cuyos miembros fueron asesinados durante los pasados
disturbios. Ojalá y en el estudio del proyecto de ley se entienda el papel
vital que juega la institución policial en la estabilidad del país y que el Gobierno,
a pesar de los apuros por los que está pasando, tome decisiones bien pensadas
con perspectiva de nación y no le haga el juego a la estrategia de desestabilización
en desarrollo.