José Leonardo Rincón, S. J.*
Cuando hablamos de tolerancia suponemos dos cualidades: respeto y aceptación. Respeto por la diferencia y aceptación de la misma. Y eso es precisamente lo que nos ha faltado desde hace rato en este país, porque quien piense distinto y así lo manifieste, automáticamente se convierte, si no en enemigo, como mínimo en adversario y amenaza.
Ha ido cobrando fuerza eso que se denomina la cultura del odio, que autores como Mario Mendoza describen muy bien. Es el rechazo a lo extraño, lo diferente, y que desde temprana edad nos ha ido infectando el alma. Si en fútbol usted es hincha de Millonarios, visceralmente es adversario de Santafé, Nacional o América. ¿Cuántos apuñalados y cuántos muertos de lado y lado por llevar la camiseta del otro equipo? Incluso, en un mismo equipo, ¿cómo así que las barras de una ciudad no aceptan los que vienen de otra?
En las conversaciones y hasta en el humor cotidiano, vemos desprecio y rechazo por quienes provienen de grupos étnicos o raciales distintos: negros e indígenas, por ejemplo, son objeto de burlas, ridiculizaciones y posturas adversas. Los consideramos seres inferiores, perezosos, sucios e ignorantes. Esos inaceptables prejuicios y esas actitudes excluyentes ya causaron 60 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial. Es verdad que otras fueron las víctimas, pero el equívoco punto de partida fue el mismo.
Ha menguado mucho en lo religioso, pero igualmente no han faltado las descalificaciones agresivas entre protestantes y católicos. Descarriados aquellos, intransigentes estos, desubicados todos, aseguran servir al verdadero y único Señor a quien no ven y no respetan ni aceptan a su prójimo a quien sí ven.
En diferentes ámbitos LGBTI, es proverbial el maltrato y la exclusión: por la edad, el color de la piel, la apariencia física, atractivo, rol sexual, tamaño de los genitales, etcétera.
Y ¿qué decir del ámbito de lo político?: hace años, por ser liberales o conservadores, los campos y ciudades se tiñeron de sangre por el solo hecho de pertenecer a uno u otro partido. Actualmente es si usted es de derecha o izquierda, y muchas veces ni siquiera eso, sino porque el macartismo es tal que si se defienden los derechos humanos, se apoya un movimiento social o se critica el establecimiento, automáticamente se es de izquierda, y si usted defiende el orden, promueve ciertos valores éticos o religiosos, inmediatamente es puesto a la derecha. ¡Por Dios!
Cuando se es minoría o cuando se tiene la certeza de ser excluido, se reclama respeto, aceptación, tolerancia. Lo paradójico, por no decir tragicómico es que cuando las relaciones asimétricas se invierten, quienes asumen el liderazgo y el poder se vuelven tan excluyentes y crueles como aquellos que criticaron. ¿Fue mejor Castro que Batista? ¿Ortega que Somoza? ¿Chávez que Pérez? La historia parece demostrarnos que no.
Somos plurales, diversos, diferentes. Eso no es malo, ni es tara, problema u obstáculo. Ese variopinto es riqueza, cúmulo de dones, talentos o carismas. Son enfoques, perspectivas o posiciones que se ayudan y complementan. Si habláramos menos y escucháramos más, con atención y respeto, con apertura y grandeza de espíritu, esto sería otro cuento, otra la historia, porque la cosa no es simplemente blanca o negra sino multicolor y así como un pájaro o un avión necesitan dos alas para volar, también la cabeza necesita de los pies y la razón del corazón para que las cosas funcionen. ¡Elemental, mi querido Watson!