José Leonardo Rincón, S. J.*
Hoy cumple 94 años Benedicto XVI, según dicen, el Papa más longevo de la historia. Su secretario privado cuenta que el mismo Josef Ratzinger está muy sorprendido de haber vivido tanto y de cuán largo ha sido el camino entre su renuncia al pontificado y la puerta al cielo. Este hecho inspira las líneas que quiero compartirles.
Una larga vida se considera por muchos, incluso en la tradición bíblica, como una bendición. Sin embargo, a algunos todavía sorprende que haya personas que superen con creces la media de edad poblacional. Mi mamá, por ejemplo, tiene 93 y tengo un tío con 102. No es para admirarse. Los entendidos afirman que esa es la tendencia. Incluso, leí el otro día, se dice que los que nacen hoy llegarán a superar el siglo, ¡qué barbaridad!
Me parece que el asunto no es vivir mucho, sino en qué condiciones llega uno a la así llamada tercera edad. Y en eso, la paradoja de la vida parece ser injusta: cuando eres joven tienes vitalidad, energías, pero eres inexperto y cuando eres mayor tienes la sabiduría acumulada por la experiencia, pero las fuerzas te faltan. No sé cómo llamarlo, si tragedia o cierta y dura realidad.
Cuando uno es joven, cree que así va a estar toda la vida. Es arrogante y presumido. No sabe de los avatares existenciales y quiere dominarlo todo. Nunca piensa en la vejez y muchas veces mira con indiferencia o desdén a los viejos. Y si bien es verdad que la juventud, más que una etapa de la vida es una actitud ante la misma, la realidad también es que por más actitud que haya, el organismo se deteriora y es cada vez menos. Dolorosa e ineludible realidad.
Del Papa Benedicto dice hoy la noticia que por primera vez pasará solo pues ha fallecido su hermano y no tendrá el agasajo de sus paisanos alemanes. Será una celebración sobria para alguien que se siente ya cansado y débil. Inmediatamente me acordé de una frase que mi madre me dijo a modo de desahogo hace unas semanas: todas mis hermanas se fueron adelante y me dejaron sola. Casos similares podría citar por decenas. Y dije para mis adentros: cuando uno se va volviendo viejo, qué dura debe ser la sensación de quedarse solo, de ver que sus familiares y amigos se van muriendo uno a uno. Qué duro sentir un cuerpo que no responde, unas fuerzas que no se tienen, una memoria que no funciona, enfermedades que agobian, medicinas que se multiplican, vista y oído que fallan, estorbo que se vuelve.
Hay que prepararse para esa irreversible realidad, por cierto, que llega más pronto de lo que uno se imagina. ¿Para qué vivir muchos años sin calidad de vida? ¡Mejor morirse! Lo he pensado muchas veces. La cuestión está en que eso no depende de uno. Ni en uno está el definir cómo va a ser aquello y, menos aún, planear cómo afrontarlo. No lo sabemos. Por eso, en tanto eso ocurre: ¡carpe diem! La vida es bella, única, irrepetible. Y hay que vivirla a plenitud cada instante, de modo que, llegado el momento, sea cual fuere, uno pueda sentirse satisfecho y en su balance diga: ¡valió la pena haber vivido!
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