Pedro Juan González Carvajal*
Hace un año ya que tímida y casi que
ingenuamente, comenzábamos a enfrentar el primer hito histórico del presente
siglo: la aparición de una pandemia.
Primeros síntomas considerados como
lejanos y focalizados comenzaban a ser tenidos en cuenta en los titulares de los
noticieros, hasta que la Organización Mundial de la Salud, me imagino que,
superando presiones desde todos los ángulos, finalmente se atrevió a hacer el
anuncio que no esperábamos: El mundo enfrenta una pandemia.
Ni siquiera el Foro Económico Mundial
del 2020 en sus documentos anuales, mencionaba el asunto, ya por
desconocimiento, ya por omisión consciente, a pesar de la sintomatología y las
noticias que se iban propagando.
Los gobiernos del mundo comenzaban a
reaccionar estupefactos ante el convencimiento de que ningún país, ni ninguna
institución planetaria estaba preparada para enfrentar, ahora sí, por fin, un
asunto de carácter planetario.
Aprendimos a ver como de manera
formal, los gobiernos de todo el mundo comenzaban a tomar medidas, todas de
buena fe, en medio de un desconocimiento total del asunto y de una completa
incertidumbre. Es decir, la improvisación se convirtió en el pan nuestro de
cada día y todos éramos testigos de la restricción en orden creciente de
elementos básicos de la democracia: restricción a la movilidad, impedimento
para trabajar, así como cuarentenas de corto plazo, invitación a los ciudadanos
para que se comportaran responsablemente, entre otras varias medidas.
Apareció una nueva jerga donde
palabras como coronavirus, COVID, confinamiento, UCIS (unidades de cuidados
intensivos), cuarentena y autocuidado, se volvieron significativas y
recurrentes.
Todos los días aparecían (y siguen
apareciendo) rankings alrededor del número de contagiados, número de muertos,
ocupación de UCIS y personas que superaban el contagio, los cuales mirábamos
entre estupefactos e incrédulos.
Como toda situación humana, las
reacciones fueron diversas con respecto, por ejemplo, al personal médico que,
por su trabajo, debía exponerse al contagio: unos los miraban como un peligro
por la posibilidad de irradiar contagios y otros los miraban como a unos
héroes.
Se hizo evidente que la vulnerabilidad
y la iniquidad eran comunes denominadores a lo largo y ancho del planeta: La
figura de la democracia estaba siendo juzgada por su incapacidad de haber
generado condiciones dignas para todos los ciudadanos, sin que los otros
modelos mostraran nada diferente.
Se desnudó la pobreza, la desigualdad
y la iniquidad planetaria. Se evidenció la incapacidad de una clase política
mediocre y la incultura ciudadana sin distingo de estratos en un país como
Colombia.
Politiqueros oportunistas se echaban
sus discursos inconexos, sembrando zozobra e incertidumbre por todos los
continentes, y, cada quien, a prueba y error, reaccionaba con medidas propias y
solo el tiempo diría si resultaban efectivas o no.
Afortunadamente el aprovisionamiento
de alimentos no estuvo afectado para aquellos que tenían recursos para
adquirirlos y los gobiernos trataban, a punta de subsidios insostenibles en el
tiempo, de paliar la emergencia con los ciudadanos más vulnerables y las
empresas, que también mostraron su real capacidad y dimensión, evidenciando que
tenemos más negocios que empresas, pero que esos negocios son quienes generan
la más importante masa de vinculación laboral, ya sea formal o informal.
El confinamiento llevó a la
transformación de las actividades laborales y educativas, lo cual dio cuenta de
la capacidad de adaptación en medio de las restricciones en todos los ámbitos.
Retomando a Darwin, solo las especies
que se saben adaptar son las que sobreviven. Esta especie humana tiene unos
exponentes que efectivamente son capaces de reacomodarse y adaptarse y otros
que no.
Para los últimos, no hay vacuna que
valga.