martes, 23 de febrero de 2021

De cara al porvenir: sacralización

Pedro Juan González Carvajal
Por Pedro Juan González Carvajal*

Convengamos que una sociedad como la nuestra, que aún no se ha podido configurar como nación y que torpemente ha desviado el camino oportuno hacia la modernidad, difícilmente podrá convertirse en sociedad política, no podrá llegar a formular y a tener acuerdos sobre lo fundamental y caerá en la tentación de configurar un falso imperio de las leyes, que en nuestro caso, se convierten en depositarias de la esperanza de que por el solo hecho de haber sido expedidas, se han de cumplir, lo cual, ante los resultados históricos, resulta ser una falacia. Las leyes se respetan, pero no se cumplen.

De igual manera, reconozcamos que tenemos una de las constituciones políticas más extensas del mundo, llena de buenas intenciones, otorgando derechos a diestra y siniestra, sin tener la capacidad real de cumplir con sus mandatos e implementar lo acordado y mucho peor, sin tener la capacidad de instrumentarla.

Sobrevivientes a unos procesos de conquista y de colonia pasados por las armas y promotores de la iniquidad, de nuestra cultura primigenia no queda casi nada, ya que nos obligaron a trasplantar la cultura europea, tanto en lo que toca a lo latino como a lo anglosajón, irrespetando y exterminando nuestras raíces.

Una sociedad que desconoce la diversidad, ‒por no llamarla multiculturalidad‒, que no posee una cultura propia, que no ha sido capaz de organizarse y de plantear unos objetivos nacionales que nos aglutinen e incapaz de cumplir y hacer cumplir la Constitución Política, pues claramente está sentenciada, si no al fracaso, sí a una perenne mediocridad.

Para colmo de males, esta es una sociedad donde el concepto de confianza se desconoce tanto entre individuos como entre ciudadanos e instituciones. Sin confianza, una sociedad no es viable y el bienestar de una nación, al igual que la capacidad de su economía para crecer y competir, depende del nivel de confianza inherente en la sociedad, tal como lo sostiene Fukuyama.

Un país con las anteriores características, que a su vez es mal educado y poco civilizado, que no ha logrado adquirir conciencia geográfica e histórica, fácilmente cae en la tentación de tomar como “verdades eternas” a posturas, personas o entidades ante las cuales no tenemos como contra argumentar, ante la carencia de posturas propias, lo cual configura un adecuado caldo de cultivo para la aparición periódica de diferentes expresiones caudillistas.

Dice el diccionario que sacralizar es atribuir o conferir un carácter sagrado a lo que no lo tiene y no tiene por qué tenerlo.

Es por eso que, tendemos a mitificar, a sobredimensionar, a sobreestimar, a idealizar y a tomar como posturas divinas, a aquellas ideas, posiciones, costumbres o cosmovisiones foráneas y de algunos pocos representantes de los grupos de poder al interior de la República.

Por más bonito y lógico que suene, los códigos de buen gobierno no están por encima de la ley. La OCDE es una organización de países con poder, que no necesariamente han logrado que sus buenas prácticas fortalezcan la democracia y el bienestar de sus ciudadanos. Los países poderosos tienen sus realidades y sus lógicas, que no necesariamente son las nuestras. La dictadura de la búsqueda de consensos hace perder la opinión individual, diluye las responsabilidades y atenta contra el sentido democrático. Las calificadoras de riesgo emiten opiniones, pero no poseen la verdad eterna. La meritocracia suena lógica, pero no necesariamente es lo que se requiere. El imperio de la ley (o la leguleyada), puede llevar a una especie de legalidad fraudulenta, en el sentido de que la ilegalidad o la legalidad son el resultado de una correlación de fuerzas, en pleno ejercicio del poder. La visibilidad de un político, de un periodista, de un empresario, no necesariamente lleva asociado el hecho de que tengan la razón.

Mientras más mitos y sacralizaciones conservemos y peor aún, promovamos, más evidente será nuestra falta de educación, nuestra dependencia innata y nuestra estupidez.

Estamos en la era de la razón: es bueno entonces que la apliquemos y que la ejerzamos. De otra manera, el circo o la zarzuela en la que se ha convertido nuestro trasegar cronológico, solo servirá para beneficiar a aquellos pocos que, con sus aciertos financieros, económicos, políticos o empresariales, han logrado construir una burbuja donde creemos estar en la modernidad y no lo estamos, creemos ser importantes y no lo somos, creemos ser reconocidos y no lo somos, creemos estar desarrollados y no lo estamos, creemos ser felices y no sabemos que es la felicidad.

Que la indolencia y la mediocridad, no nos traguen vivos.

¿Ahí les dejo “este trompo en l’uña”