Por Pedro Juan González Carvajal*
Convengamos que una
sociedad como la nuestra, que aún no se ha podido configurar como nación y que
torpemente ha desviado el camino oportuno hacia la modernidad, difícilmente podrá
convertirse en sociedad política, no podrá llegar a formular y a tener acuerdos
sobre lo fundamental y caerá en la tentación de configurar un falso imperio de
las leyes, que en nuestro caso, se convierten en depositarias de la esperanza
de que por el solo hecho de haber sido expedidas, se han de cumplir, lo cual,
ante los resultados históricos, resulta ser una falacia. Las leyes se respetan,
pero no se cumplen.
De igual manera, reconozcamos
que tenemos una de las constituciones políticas más extensas del mundo, llena
de buenas intenciones, otorgando derechos a diestra y siniestra, sin tener la
capacidad real de cumplir con sus mandatos e implementar lo acordado y mucho
peor, sin tener la capacidad de instrumentarla.
Sobrevivientes a unos
procesos de conquista y de colonia pasados por las armas y promotores de la
iniquidad, de nuestra cultura primigenia no queda casi nada, ya que nos
obligaron a trasplantar la cultura europea, tanto en lo que toca a lo latino
como a lo anglosajón, irrespetando y exterminando nuestras raíces.
Una sociedad que desconoce
la diversidad, ‒por no llamarla multiculturalidad‒, que no posee una cultura
propia, que no ha sido capaz de organizarse y de plantear unos objetivos
nacionales que nos aglutinen e incapaz de cumplir y hacer cumplir la Constitución
Política, pues claramente está sentenciada, si no al fracaso, sí a una perenne
mediocridad.
Para colmo de males, esta
es una sociedad donde el concepto de confianza se desconoce tanto entre
individuos como entre ciudadanos e instituciones. Sin confianza, una sociedad
no es viable y el bienestar de una nación, al igual que la capacidad de su
economía para crecer y competir, depende del nivel de confianza inherente en la
sociedad, tal como lo sostiene Fukuyama.
Un país con las anteriores
características, que a su vez es mal educado y poco civilizado, que no ha
logrado adquirir conciencia geográfica e histórica, fácilmente cae en la
tentación de tomar como “verdades eternas” a posturas, personas o entidades
ante las cuales no tenemos como contra argumentar, ante la carencia de posturas
propias, lo cual configura un adecuado caldo de cultivo para la aparición
periódica de diferentes expresiones caudillistas.
Dice el diccionario que sacralizar es atribuir o conferir un
carácter sagrado a lo que no lo tiene y no tiene por qué tenerlo.
Es por eso que, tendemos a
mitificar, a sobredimensionar, a sobreestimar, a idealizar y a tomar como
posturas divinas, a aquellas ideas, posiciones, costumbres o cosmovisiones
foráneas y de algunos pocos representantes de los grupos de poder al interior
de la República.
Por más bonito y lógico
que suene, los códigos de buen gobierno no están por encima de la ley. La OCDE
es una organización de países con poder, que no necesariamente han logrado que
sus buenas prácticas fortalezcan la democracia y el bienestar de sus
ciudadanos. Los países poderosos tienen sus realidades y sus lógicas, que no
necesariamente son las nuestras. La dictadura de la búsqueda de consensos hace
perder la opinión individual, diluye las responsabilidades y atenta contra el
sentido democrático. Las calificadoras de riesgo emiten opiniones, pero no
poseen la verdad eterna. La meritocracia suena lógica, pero no necesariamente
es lo que se requiere. El imperio de la ley (o la leguleyada), puede llevar a
una especie de legalidad fraudulenta, en el sentido de que la ilegalidad o la
legalidad son el resultado de una correlación de fuerzas, en pleno ejercicio
del poder. La visibilidad de un político, de un periodista, de un empresario,
no necesariamente lleva asociado el hecho de que tengan la razón.
Mientras más mitos y
sacralizaciones conservemos y peor aún, promovamos, más evidente será nuestra
falta de educación, nuestra dependencia innata y nuestra estupidez.
Estamos en la era de la
razón: es bueno entonces que la apliquemos y que la ejerzamos. De otra manera,
el circo o la zarzuela en la que se ha convertido nuestro trasegar cronológico,
solo servirá para beneficiar a aquellos pocos que, con sus aciertos
financieros, económicos, políticos o empresariales, han logrado construir una
burbuja donde creemos estar en la modernidad y no lo estamos, creemos ser
importantes y no lo somos, creemos ser reconocidos y no lo somos, creemos estar
desarrollados y no lo estamos, creemos ser felices y no sabemos que es la
felicidad.
Que la indolencia y la
mediocridad, no nos traguen vivos.
¿Ahí les dejo “este trompo
en l’uña”