José Leonardo Rincón, S. J.*
En
1981, al volver de su último viaje a las Filipinas, en el aeropuerto de
Fiumicino, en Roma, el Superior General de los Jesuitas sufrió una trombosis
que lo postró en cama por 10 años hasta su muerte, el 5 de febrero de 1991. Hoy,
30 años después y en homenaje suyo, escribo estas líneas.
Como
dirían los antiguos historiadores “corría el año de Gracia del Señor” de 1977 y
mi “traga” por la Compañía de Jesús estaba en su pleno apogeo. Era un
estudiante de San Bartolomé, cuando por los medios de comunicación me enteré de
que nos visitaría el Papa Negro, así denominado el General de los jesuitas, el
vasco y muy parecido físicamente a su fundador, Pedro Arrupe Gondra.
Para
mi decepción, ese 16 de agosto, nos dieron tarde libre, de manera que por mis
propios medios decidí irme a casa, ponerme los mejores chiros que tenía y
volverme al colegio. Mi objetivo era conocer de cerca a tan famoso personaje y,
quizás, si tuviera suerte, saludarlo personalmente. El corazón se agitó cuando
lo vi llegar por la plazoleta, caminando junto a Gerardo Arango, el entonces
provincial. Venían a buen paso, parece sobre el tiempo, de manera que no hubo
tiempo de nada. Lo vi pasar raudo por las escaleras, hacia la sala de comunidad
donde se reuniría con los jesuitas de las dos comunidades que había en el
edificio, la del Mayor y el Centro Loyola.
No
conforme con tan fugaz encuentro, en el que me impactó su menuda figura y su
sencillez al saludar y sonreír con quienes se topó a su paso, decidí quedarme a
la misa de Últimos Votos que presidiría esa noche en nuestra colonial iglesia
de San Ignacio. Aproveché el tiempo intermedio para cranear qué hacer para tenerlo
más de cerca. Con mis amigos Alirio Aguiar (hoy jesuita Hermano) y los acólitos
Jairo y Francisco Martínez (hoy director de la DTI en la Javeriana), nos
levantamos tres grabadoras. Jesús Sanín, el Rector de la Iglesia sería nuestro
cómplice y el pretexto sería abordarlo a propósito del Apostolado de la Oración,
obra de la que el General era su director mundial, Sanín el nacional y el suscrito
coordinador de AJUO, la sección juvenil criolla, de lo que luego se llamó MEJ.
Llegada
la hora bonita, al finalizar la eucaristía, observé que mientras se quitaba los
ornamentos, Arrupe quedó sólo. Entendí que era mi oportunidad y sin temor
alguno me le acerqué y le dije: Paternidad, somos del Apostolado Juvenil de la
Oración, ¿podría usted regalarnos una entrevista? Y para mi sorpresa, accedió
con gusto, me tomó por el brazo y en la antesacristía nos ofreció unos
consejos. Estábamos tan deslumbrados que cuando quisimos oír la grabación de
sus palabras, encontramos que ninguna de las tres grabadoras estaba bien: una
tenía mal colocadas las pilas, la otra estaba sin volumen y en la tercera en
vez de hundir simultáneamente las teclas play y récord, solo lo hicimos con la
primera, de modo que la cinta del casette corrió, pero no grabó. ¡Qué fiasco!
Una ocasión única: perdida.
Mi
osadía no tuvo límite, abatido pero no vencido, noté que Arrupe dialogaba con algunos
jesuitas. Me fui acercando, de modo que cuando hubo un espacio, le dije la
verdad y para mi total sorpresa accedió nuevamente, volvimos al sitio, esperó
que los aparatos estuviesen a punto y nos dijo estas palabras que he grabado en
mi memoria, una por una: “Ahora que sois
jóvenes y perteneceis a esta asociación del Apostolado Juvenil, debéis tener en
cuenta que vais a ser mucho más perfectamente apóstoles cuando hayáis crecido y
desarrollado más porque, naturalmente, cuando tengáis más conocimiento de Dios,
más conocimiento de la vida, ciertamente podreis desarrollar el apostolado
mucho mejor. Pero para eso se necesita prepararse y para prepararse, una
condición necesaria, para ser apóstoles, es ir como iban antiguamente los
discípulos del Señor a decirle: Señor, enséñanos a orar, Señor, enséñanos qué
significa esta parábola, así que, si vosotros vais con frecuencia al sagrario
con ese sentido, a la eucaristía, Él os revelará lo que significa realmente el
Evangelio. ¿Está bien? Y cuando vayáis a Roma algún día, me llamáis al Borgo
Sancto Spirito 5 y os saldré a recibir, ¿eh?”.
Creo
que no hubo esa noche un ser más feliz que yo sobre la faz de la tierra, pero
también más empecinado y terco, de modo que, como si no hubiese sido suficiente,
nos hicimos tomar una foto cuando iba a comenzar la cena y al finalizar, lo
asalté para tomarle un autógrafo que aún conservo, junto a su foto, en mi
habitación. Me volví fan Arrupiano al 100%, me devoré sus escritos,
especialmente “Este Japón increíble” y año tras año, hasta que me hice jesuita
hace 40 años, tuve cercanía epistolar con él. Guardo, cual reliquia y tesoro,
sus cartas y tarjetas autógrafas de Navidad y doy gracias a Dios por haberme
permitido conocer en vida a un santo. Arrupe lo es. Fue encarnación plena del
carisma Ignaciano. Fiel hombre de Iglesia le tocó vivir y liderar al interior
de la Compañía el impacto renovador del Vaticano II, pero también padecer la
incomprensión e incluso la persecución, más desde dentro que desde fuera, sin
tambalear nunca en su amor apasionado por Cristo.
Arrupe
fue un hombre grande y doy público testimonio de su bondad y afectuosa acogida,
de su sencillez y humildad que me resultaron fascinantes en alguien que con
razón bien podría sentirse importante, porque lo fue. Un profeta visionario que
inspiró el horizonte apostólico de la Compañía y la vida religiosa misma. El
General que nombró Provincial al joven Bergoglio sin saber que ahora de Papa lo
puede inscribir en el catálogo de los Santos. Inolvidable Arrupe, Arrupe, ¡inolvidable!