José Leonardo Rincón, S.J.
Conocí a Julito en
1982, siendo yo novicio de segundo año, cuando él era el director de pastoral del Colegio San Ignacio, y Toño Calle me envió a que lo acompañara a dar retiros espirituales a un grupo de estudiantes de último año en La Colombiere. Esa positiva experiencia marcó mi vida de jesuita y sacerdote, pues me enamoró del genuino apostolado nuestro, un don maravilloso eso de ser testigo del actuar efectivo del Espíritu en
las personas.
Posteriormente, en 1988, nos reencontramos en Bucaramanga porque inicié allí mi etapa de magisterio y él hacía pocos meses había asumido la rectoría. En ese entorno apostólico desafiante se consolidó nuestra amistad. Durante el primer semestre estuve encargado de la
dirección de pastoral y por
eso pude ir a la reunión de homólogos en La Esperanza donde nos aprobaron iniciar la experiencia del Curso-Taller de Formación Integral,
esa otra experiencia que ha marcado la vida de nuestros líderes estudiantes y que él apoyó decididamente al lado de José Carlos
Jaramillo y Guillermo Zapata.
En pleno semestre académico, Julio me pidió dejar las clases y asumir de lleno la coordinación
de la oficina de Fe y Justicia, y hacer
vida por primera vez en
nuestros colegios el
Proyecto (ahora
Programa) de Formación y Acción Social, FAS. Igualmente me invitó a representar al Colegio en la Mesa de Diálogo
Regional por la
Paz que
el entonces presidente Barco había convocado. También me nombró secretario del consejo directivo para que aprendiera
sobre la vida del colegio. Finalmente, fui su chofer en muchos viajes por carreteras
colombianas, ocasión inigualable para conocernos a fondo y soñar juntos.
Estuve a su lado muchas
veces como
acompañante de Ejercicios Espirituales y puedo dar testimonio de su excelente carisma para darlos. Todo un maestro que nos contagiaba de su pasión,
siempre abierto para aprender de otros sus mejores prácticas. Agradecido de haber sido enviado con Ferdi Mendoza a Roma a un curso de espiritualidad en el antiguo CIS, recordaba el impacto de que una mujer laica le diera Ejercicios y de haber tenido a Tony de Mello como profesor. Las guías que constantemente pulió hasta el final de sus días,
el cualificado equipo que conformó para darlos, el infaltable acordeón que tocaba magistralmente y encantaba a todos, las sentidas eucaristías de liturgia juliana, decía yo, y que no se median en minutos sino en julios, decían bromeando
otros. Las
reuniones nocturnas para evaluar e ir construyendo sobre la marcha del proceso, ¡en fin!
Escogí a Julio como mi padrino de ordenación porque, además de amigo, fue para mí referente de pastor y jesuita ejercitador. Sentí siempre su presencia
cercana y su apoyo en las misiones delicadas que me fue confiando la Compañía. Muchas “diosidencias”, como solía decir, confluyeron en nuestras vidas: a él como a mi mamá los reyes magos lo trajeron
un 6 de enero; se
graduó en el colegio San Ignacio en el año que yo nací y años después lo sucedí
en su rectoría y él en la eucaristía semanal que yo presidía en La Soledad; estuve al frente del colegio en su natal Pasto y año tras año verifiqué en la bitácora del Santuario
de Las Lajas que para su cumpleaños siempre estuvo presente. Acompañarlo en la trágica muerte de su mamá; sentir su fidelidad y obediencia a los acuerdos de Acodesi en las cuatro rectorías que le encargaron; ayudarme a dar los primeros ejercicios espirituales acompañados a directivos
y profesores en la Javeriana-Cali; comentar semanalmente mis artículos y alentarme a publicarlos. Poseído, según alguien le dijo, de un “espíritu
burlón” tengo presente sus sonoras carcajadas
cuando, por ejemplo, diferenciaba muy bien los pastusos geográficos de los pastusos psicológicos. En la
recta final de su existencia tuvo que purificarse sufriendo muchos meses el proceso
de una acusación injusta que lo privó del ministerio pero que también le permitió aprovechar el tiempo para pulir su tesina de maestría sobre el arte de orar y los materiales de su ministerio. Finalmente, exonerado, tuvo la ilusión de reiniciar su tarea, pero la pandemia no se lo permitió. Nuestro último encuentro fue en un panel virtual
compartido con Luis Felipe Gómez para la Pastoral de Javeriana-Cali.
Cual cordero llevado al matadero, no olvidaré el rostro resignado que
expresaba también el inocultable malestar producido por la decisión de trasladarlo
a la UCI, pues allí estaría mejor asistido en su oxigenación. “¿Buena suerte?, ¿mala suerte?, ¡quién sabe!”. Su lapidaria frase de despedida parecía anticipar
su no retorno: “la fe no quita el dolor, le da sentido”. Esto fue el 29 de diciembre, pero la neumonía ocasionada
por el covid-19 estaba presente desde antes de la Navidad y atacaba con fuerza sus
debilitados pulmones, afectados desde muchos años atrás.
El 28, y no
fue inocentada, nos
hizo llegar su último aporte, un artículo del jesuita catalán Javier Melloni: “El virus es portador de un mensaje severo que
hemos de saber escuchar”. Julio, honestamente
siempre dijo que no era un intelectual creativo y original, sino el vocero y el
eco de las cosas buenas que otros producían.
Dios lo llamó en este 2021 a celebrar con Él y con San Ignacio los 40 años de los ejercicios
espirituales personalizados, esa gigantesca iniciativa suya que hizo mucho bien
a cientos de laicos y jesuitas y que transformó la cultura organizacional de nuestros
colegios pues les infundió el sello Ignaciano que necesitaban pues no era tan explícito.
Descansa amigo,
siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor. Te lo mereces: le entregaste
todo lo mejor que tenías, sin
mezquindades. Tu
texto favorito de Ignacio, ese maestro que nunca fue profesor, el Principio y Fundamento, es la clave para ser
feliz, pues es la
lente desde la cual podemos darle sentido a nuestras vidas, eso nos lo enseñaste, a degustar frase tras frase y así lo queremos vivir. Puntualidad es sinónimo
de interés, así que vete en paz y aunque hay que ser ligeros de equipaje, te recuerdo que en el cielo sobran liras, pero hace falta tu acordeón. Padrino: ¡Estarás siempre en mi corazón!