Por Pedro Juan González Carvajal*
No me referiré en este artículo al tradicional
desfile que se realiza en Medellín el siete de diciembre de cada año y que,
seguramente, no se podrá llevar a cabo en este inolvidable 2020.
Me refiero a ciertos aspectos que en algún
momento fueron vistos como realidades incontrovertibles pero que, poco a poco,
vamos descubriendo que tienen más de mito que otra cosa. En especial, es
inevitable hacer referencia a lo que ha sucedido en los últimos tiempos en los
Estados Unidos de América, paradigma de la democracia y del respeto a la
institucionalidad.
Hasta hace poco, frente al inveterado
descuadernamiento de las instituciones colombianas, algunos mirábamos con
envidia y como ejemplo a seguir, al sistema norteamericano diseñado sabiamente
por los padres fundadores y acatado y respetado por gobernantes y ciudadanos
del común. Fue emocionante cuando Barack Obama derrotó a John McCain en las
elecciones de 2008 y este, en el sobrio discurso en el que reconoció su
derrota, dijo: “hasta hace unas horas usted era mi contrincante, ahora es mi
presidente”. ¡Qué ejemplo de respeto por la institucionalidad!
Pero, detrás de esas aleccionadoras
manifestaciones, realmente se encuentran unas instituciones dignas de una
Banana Republic. Un congreso en el que el impeachment contra del
presidente Trump es tratado al mejor estilo de la comisión de acusaciones de la
cámara de representantes colombiana; una Corte Suprema de Justicia con miembros
vitalicios nombrados a dedo por el presidente de la República, generando una
politización de la justicia peor que la nuestra y un proceso electoral complejo
en el que los candidatos en campaña, en sus debates y durante el proceso de
votaciones se comportan como verduleras, superado al amplio batallón de
verduleras que conforman nuestros movimientos políticos, porque ya ni de
partidos se puede hablar.
Es lamentable y hasta ridículo ver al candidato
presidente proclamándose ganador, pero alertando sobre un indemostrable fraude
electoral. Es pintoresco ver las manifestaciones de cada bando exigiendo que se
pare el conteo de votos en los Estados en los que van ganando y que se cuente
hasta el último voto, en los Estados en los que están perdiendo. Es
entristecedor ver al presidente, presagiando una eventual derrota y tratando de
judicializar el proceso con demandas que le permitan ganar en los tribunales lo
que improbablemente ganará con los votos.
Y es que resulta que el sistema legal
norteamericano, tan envidiado por nosotros, tampoco es la panacea que creíamos,
también tiene vacíos y también permite interpretaciones acomodadas y
leguleyadas: que si los votos enviados por correo hasta el día de las
elecciones pueden ser contabilizados así lleguen después, que si hay un plazo
para terminar el conteo definitivo… y la respuesta es clara: ¡si me conviene
sí, si no me conviene, no!
En fin, algo que parecía tan sólido como la
institucionalidad norteamericana, resultó ser solo un mito, pero no importa, al
fin y al cabo, pase lo que pase en ese país, sea quien sea el presidente,
nosotros seguiremos siendo su patio trasero. Pero lo verdaderamente preocupante
es evidenciar que la institucionalidad tiene vigencia, hasta cuando a algún
personaje autócrata y soberbio se le ocurre arrasar con ella y que hay personas
que lo aceptan, lo acolitan y lo celebran. En Colombia, por supuesto, no
estamos exentos de dichos personajes.
NOTA: debo
confesar públicamente la envidia que siento ante el hecho de que Bogotá y
Barranquilla se nos hayan adelantado, y con lujo de detalles, al promover la
construcción y dotación de un par de señores Centros de Espectáculos. El
Movistar Arena inaugurado en el 2018 en la capital y el anuncio que se hace
desde la Puerta de Oro de Colombia del inicio de la construcción de la primera
estructura integrada para eventos y espectáculos de América Latina, Arena del
Río, para una capacidad máxima de 53.000 espectadores.
Del empuje y la pujanza tradicionalmente
promulgada, poco nos queda.