miércoles, 28 de octubre de 2020

Sobre el Apartheid indigenista

José Alvear Sanín
Por José Alvear Sanín*

(…) el lenguaje político está orientado para que las mentiras parezcan verdades y el homicidio, respetable, dando apariencia de solidez al puro viento

—George Orwell, en Politics and the English Language.

Corta, la vida de Eric Blair (1903-1950). Con el pseudónimo de George Orwell dejó, al lado de obras que poco han salido de Inglaterra, dos de validez universal: Animal Farm” y “1984”, que deberían figurar al comienzo de todo curso de ciencia política, pero como encabezan el índice comunista de las obras prohibidas, se ocultan cuidadosamente a los estudiantes universitarios.

“La granja de los animales” (1945) es una genial sátira originada en su experiencia directa, porque Orwell vivió en la Barcelona de la guerra civil, cómo el comunismo, para imponer su tiranía, ejecutaba incluso a los anarquistas que antes los habían acompañado. El joven, que había llegado para servir a la República, desengañado por la matanza y la barbarie, se convertiría en el escritor más odiado por Stalin, quien no pudo dejar de verse retratado en Napoleón, el gran cerdo que encabeza la rebelión para liberar a los animales y luego se convierte en un tirano peor que el granjero.

Cuatro años más tarde aparece 1984, más que aterradora anticipación, veraz descripción de la miseria y opresión que imperan en todo Estado totalitario.

De “Animal Farm”, hasta quienes no la han leído recuerdan la feroz expresión de: All animals are equal, but some animals are more equal than others”, que retrata la situación política de los grupos que logran imponer a los demás, primero, la tolerancia a sus desmanes, y luego, la sumisión a sus inapelables determinaciones.

Pues bien, en Colombia hay grupos “más iguales”, como todos los que adelantan el proceso revolucionario, amparados por un acuerdo final espurio, un poder judicial cooptado y unos medios infiltrados.

Sin dejar la ironía y la sátira orwellianas, podríamos revertirlas para afirmar que “Todos somos desiguales, pero hay algunos más desiguales”, lo que nos lleva a preguntarnos por el principio fundamental de la igualdad, esencial para la democracia, que permite la coexistencia de las diferencias y desigualdades inherentes a la condición humana, dentro de un marco igual para todos los ciudadanos de un país. No pueden, entonces, crearse grupos exentos del cumplimiento de las leyes, por el hecho de pertenecer a una raza, religión o bandería diferente.

Sin embargo, doscientos y más años después de la proclamación de los principios de Liberté, Egalité et Fraternité, la Constitución colombiana de 1991 excluyó de la patria a un 4% de la población, para que dejaran, de hecho, de ser colombianos.

Obedeciendo a teorías que son “puro viento”, más de un centenar de comunidades que se veían integrando al país fueron entregadas a la triple dictadura de caciques, chamanes y mamos, que no son elegidos ni revocables, ni responsables, ni están sujetos a las leyes. Su poder omnímodo sobre sus súbditos —que no ciudadanos—, hasta en lo judicial, depende de instituciones “ancestrales”, interpretadas caprichosamente por sus usufructuarios, que disponen también de grupos paramilitares, la guardia indígena. Estos sátrapas imperan sobre algo más del 25% de lo que antes era Colombia.

En los territorios indígenas no rigen la democracia representativa ni los códigos Civil y Penal. Por tanto, allá tampoco existen las libertades de religión, de pensamiento, de oposición política, de propiedad privada —y en consecuencia, tampoco la libertad de empresa—, la medicina científica, la higiene, ni la alimentación modernas, lo que explica la persistencia del atraso, la improductividad económica, la ausencia de impuestos y la doble mendicidad, la de las autoridades ancestrales que extraen inmensas sumas del erario, y la de las mujeres y los niños en todos los pueblos de Colombia, porque las millonadas que llegan de Bogotá se evaporan…

Para innovar en música y formas plásticas y para crear literatura, ciencia y tecnología, los pueblos indígenas, primero, deberán liberarse de un pasado opresor, mágico e inmodificable.

Por lo anterior y mucho más, he llegado a pensar que esos pueblos son “más desiguales”, y siento dolor por la patria que se les ha quitado, porque en realidad, a partir de la Carta de 1991, fueron condenados a la esclavitud y el atraso, mientras sus orondos jefes, asociados ahora a las FARC y a los carteles colombo-mexicanos, se regocijan sobre los despojos territoriales, morales y presupuestales de Colombia.

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Y con el mismo desprecio con que los dueños de los pueblos ancestrales mandan a las mujeres y niños a pedir limosna, se empaca y moviliza, en medio de la pandemia, a miles de personas, en condiciones peores que las que soportan los ganados en carretera.

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La diferencia entre el repugnante Apartheid surafricano y el Apartheid indigenista colombiano es que el primero buscaba, sobre principios injustos, un desarrollo separado para los pueblos ancestrales, mientras el Apartheid indigenista colombiano busca perpetuar el subdesarrollo de unos pueblos condenados a vivir en ghettos.