Por José Alvear Sanín*
(…) el lenguaje político está
orientado para que las mentiras parezcan verdades y el homicidio, respetable,
dando apariencia de solidez al puro viento
—George Orwell, en
Politics and the English Language.
Corta, la vida de
Eric Blair (1903-1950). Con el pseudónimo de George Orwell dejó, al lado de
obras que poco han salido de Inglaterra, dos de validez universal: “Animal Farm” y “1984”, que deberían figurar al comienzo de todo curso de ciencia
política, pero como encabezan el índice comunista de las obras prohibidas, se
ocultan cuidadosamente a los estudiantes universitarios.
“La granja de los animales” (1945) es una genial sátira originada en su
experiencia directa, porque Orwell vivió en la Barcelona de la guerra civil,
cómo el comunismo, para imponer su tiranía, ejecutaba incluso a los anarquistas
que antes los habían acompañado. El joven, que había llegado para servir a la
República, desengañado por la matanza y la barbarie, se convertiría en el
escritor más odiado por Stalin, quien no pudo dejar de verse retratado en Napoleón,
el gran cerdo que encabeza la rebelión para liberar a los animales y luego se
convierte en un tirano peor que el granjero.
Cuatro años más tarde
aparece 1984, más que aterradora
anticipación, veraz descripción de la miseria y opresión que imperan en todo Estado
totalitario.
De “Animal Farm”, hasta quienes no la han
leído recuerdan la feroz expresión de: “All animals are equal, but some animals are more equal than others”,
que retrata la situación política de los grupos que logran imponer a los demás,
primero, la tolerancia a sus desmanes, y luego, la sumisión a sus inapelables
determinaciones.
Pues bien, en
Colombia hay grupos “más iguales”, como todos los que adelantan el proceso
revolucionario, amparados por un acuerdo final espurio, un poder judicial
cooptado y unos medios infiltrados.
Sin dejar la ironía y
la sátira orwellianas, podríamos revertirlas para afirmar que “Todos somos
desiguales, pero hay algunos más desiguales”, lo que nos lleva a
preguntarnos por el principio fundamental de la igualdad, esencial para la
democracia, que permite la coexistencia de las diferencias y desigualdades
inherentes a la condición humana, dentro de un marco igual para todos los
ciudadanos de un país. No pueden, entonces, crearse grupos exentos del
cumplimiento de las leyes, por el hecho de pertenecer a una raza, religión o
bandería diferente.
Sin embargo,
doscientos y más años después de la proclamación de los principios de Liberté, Egalité et Fraternité, la
Constitución colombiana de 1991 excluyó de la patria a un 4% de la población,
para que dejaran, de hecho, de ser colombianos.
Obedeciendo a teorías
que son “puro viento”, más de un centenar de comunidades que se veían
integrando al país fueron entregadas a la triple dictadura de caciques,
chamanes y mamos, que no son elegidos ni revocables, ni responsables, ni están
sujetos a las leyes. Su poder omnímodo sobre sus súbditos —que no ciudadanos—, hasta en lo judicial, depende de instituciones
“ancestrales”, interpretadas caprichosamente por sus usufructuarios, que
disponen también de grupos paramilitares, la guardia indígena. Estos sátrapas
imperan sobre algo más del 25% de lo que antes era Colombia.
En los territorios
indígenas no rigen la democracia representativa ni los códigos Civil y Penal.
Por tanto, allá tampoco existen las libertades de religión, de pensamiento, de
oposición política, de propiedad privada —y en consecuencia, tampoco la
libertad de empresa—, la medicina científica, la higiene, ni la alimentación
modernas, lo que explica la persistencia del atraso, la improductividad
económica, la ausencia de impuestos y la doble mendicidad, la de las
autoridades ancestrales que extraen inmensas sumas del erario, y la de las
mujeres y los niños en todos los pueblos de Colombia, porque las millonadas que
llegan de Bogotá se evaporan…
Para innovar en
música y formas plásticas y para crear literatura, ciencia y tecnología, los
pueblos indígenas, primero, deberán liberarse de un pasado opresor, mágico e
inmodificable.
Por lo anterior y
mucho más, he llegado a pensar que esos pueblos son “más desiguales”, y siento
dolor por la patria que se les ha quitado, porque en realidad, a partir de la
Carta de 1991, fueron condenados a la esclavitud y el atraso, mientras sus
orondos jefes, asociados ahora a las FARC y a los carteles colombo-mexicanos,
se regocijan sobre los despojos territoriales, morales y presupuestales de
Colombia.
***
Y con el mismo
desprecio con que los dueños de los pueblos ancestrales mandan a las mujeres y
niños a pedir limosna, se empaca y moviliza, en medio de la pandemia, a miles
de personas, en condiciones peores que las que soportan los ganados en
carretera.
***
La diferencia entre
el repugnante Apartheid surafricano y el Apartheid indigenista colombiano es
que el primero buscaba, sobre principios injustos, un desarrollo separado para
los pueblos ancestrales, mientras el Apartheid indigenista colombiano busca
perpetuar el subdesarrollo de unos pueblos condenados a vivir en ghettos.