Por José Alvear Sanín*
El derribo de la estatua de Sebastián de Belalcázar,
conquistador y fundador de Popayán y Cali no debe pasar como una noticia entre
tantas, que a la siguiente semana se olvida, porque en el mundo globalizado, la
nueva iconoclastia, que apenas comienza en Colombia, ya hace terribles estragos
en Europa y los Estados Unidos.
Para justificar ese acto de barbarie se han
dicho todas las tonterías usuales. En primer lugar, algunos declaran que fue asesino
de indios y de niños negros, lo que hace execrable su memoria. Lo primero tiene
que ver con la Conquista, que lamentablemente ocasionó enfrentamientos y
muertes, como ha ocurrido a lo largo de siglos y continentes siempre que un
pueblo pobre y atrasado se encuentra con otro más avanzado y expansivo, choque
del que van surgiendo naciones y Estados a medida que se mezclan las etnias, y
en cuanto a los niños negros, nadie sabe
cómo pudo Belalcázar matarlos, 44 años después de su fallecimiento, porque solo
en 1595 empezó la trata de adultos africanos hacia América, cuando los
peninsulares se pusieron en contacto con los comerciantes africanos de
esclavos, que ya los suministraban desde hacía siglos a los árabes.
Imposible discutir con vándalos sobre la
diferencia de la colonización española, basada en la evangelización y el
mestizaje, de otras racistas y excluyentes, como la inglesa, o exterminadoras,
como la de los gringos en su conquista del Oeste. Nuestros iconoclastas están a
la moda y al igual que sus modelos nórdicos, en su afán por borrar toda la
civilización anterior acuden a la demolición de estatuas como tantos obcecados
y fanáticos, desde los pioneros de Bizancio, los ironsides de Cromwell, las turbas de la Revolución Francesa, los
anarquistas españoles del siglo XX y los
talibanes, para no dar más ejemplos de los peores bárbaros.
Por tanto, estamos frente a una amenaza
contracultural y global que hay que reprimir con la máxima energía, antes de
que se vuelva “viral”. Si las autoridades se descuidan, seguirán con los demás
próceres, salvo, por ahora, con Bolívar, mientras —contrariando a Marx, que lo
odiaba— el castrochavismo lo mantenga impúdicamente como ícono, y ¿por qué no
seguir con las bibliotecas, llenas de literatura y arte “blancos” y supremacistas?
Nada sería más grave, por ejemplo, que dejar
sin vigilancia los monumentos, a pesar del recargo de trabajo que esto
significa para la perseguida policía, y tolerar la acción de estos
picapedreros, si esta se produce dentro de las marchas y protestas pacíficas con
teas y cocteles molotov, que conmueven a los magistrados, o con el envío a la
justicia tribal, donde se sancionan esos actos bien sea con una felicitación o
con una palmadita en la muñeca.
Esto hay que decirlo, porque el derribo de la
estatua ha sido estimado como un hecho menor, y aun en el Valle del Cauca algún
escritor lo ha encomiado, para obtener un lugar en la línea
progre-social-bacana-cultural-marxista, que seduce a una juventud occidental
indoctrinada en el odio y estimulada hacia la destrucción de un legado de
siglos.
Uno de los lugares comunes más repetidos es
aquel que hace de la pobreza la principal causa de la revolución, ignorando que
Francia era el país más rico y poderoso de Europa en 1789 y que la Rusia de las
postrimerías del siglo XIX se
estaba desarrollando aceleradamente. Sin embargo, en ambos países prendió la
chispa, no por la pobreza, que obviamente no se había superado, sino por el
predominio de las ideas disociadoras entre los jóvenes privilegiados. Quien se
detenga a pensar en la expresión Inteligenzia,
para referirse a los egresados de las universidades rusas a partir de 1880,
convertidas en focos de inculturación marxista, entenderá el peligro que se
corre por haber tolerado, a partir de 1936, la progresiva toma de las
universidades en Colombia por cábalas disociadoras.
Y esto no ocurre solo en nuestro país. John A.
Perricone, en un excepcional artículo en Crisis
Magazine, septiembre 23/ 2020 (https://www.crisismagazine.com/2020/occupy-harvard),
dice:
(…) aterradoras escenas de saqueo, vandalismo y muerte en
nuestras principales ciudades, en los pasados meses, traen el problema de la
educación superior a nuestra atención. La mitad de los revoltosos son jóvenes
blancos, criados en la riqueza y los privilegios. ¿De dónde les viene esa
ferocidad contra América y las bases de la civilización occidental? La
evidencia de décadas nos dirige directamente a los salones de clase. Durante más
de medio siglo una penetración a la vez subrepticia y decidida, en todo el
sistema educativo, se ha completado. Su raison d’ être ha sido antioccidental
en todo aspecto: económico, filosófico, literario y artístico. Es sorprendente
que todo esto se haya efectuado sin ninguna queja de las gentes ordinarias y
haya sido sufragado por los propios padres (…) Nuestras escuelas primarias y
secundarias, universidades y escuelas de postgrado, incuban un nuevo
bolchevismo (…) Un puñado de universidades privadas ha escapado a la larga mano
de la revolución, pero de 5.300 universidades y colleges, apenas 27 ofrecen el
currículo tradicional. ¡No es mayor consuelo!
Atroz perspectiva es la de que, así como
sucedió en Rusia en 1917, pueda presentarse pronto la revolución en los Estados
Unidos. ¡No están, entonces, mejor que nosotros!