José Leonardo Rincón, S. J.*
Con el afán de posicionar un Estado laico para ser respetuosos con
quienes no son creyentes, la constitución política de 1991 dejó de invocar a
Dios como fuente suprema de toda autoridad, pues un Estado moderno debe ser
aconfesional e incluyente para todos, de modo que no quede ningún rezago de lo
que fueron las teocracias.
Lo que suele suceder con estas “evoluciones” es que queriendo promover valores válidos y pertinentes, fácilmente tumban y destruyen otros sin ofrecerles sus sustitutivos o reemplazos. A esta realidad, esta semana, Nilson Pinilla, exmagistrado presidente de la Corte Constitucional, la llamó la “extradición” de Dios de nuestra vida y origen de la crisis ética en la que estamos sumidos. La frase impacta entonces por provenir no propiamente de un obispo nostálgico de los tiempos constantinianos o de un cura de pueblo que ve disminuir alarmantemente su feligresía, sino de un laico y además jurista de vasta trayectoria.
Creo que Pinilla tiene la razón en primera instancia: en buena medida el desbarajuste de todo orden que vivimos radica en haber prescindido, en la práctica, de los valores evangélicos. Pinilla que fue juez de la corte más importante, enseguida dice actuar así porque ve y siente que Dios es un juez que todo lo ve y nos premia si nos portamos bien o nos castiga si nos portamos mal. Aquí se queda corto en su captación, porque Dios es esencialmente misericordioso. Pero bueno, en lo fundamental estamos de acuerdo: dejamos a Dios de lado y eso ha tenido consecuencias funestas.
La responsabilidad en realidad no fue de los constituyentes. Este país desde siempre ha padecido de esquizofrenia. Tan confesional que parecía, pero en la práctica tan ateo. Mayoritariamente católico porque eso era lo políticamente correcto, pero descreído y poco practicante, evidencia que me lleva a pensar si lo que hicimos en verdad fue más que extradítar a un ser querido, más bien quitarnos de encima un fardo incómodo para nuestras relajadas conciencias. Hasta aquí digamos que nos movimos en el campo de la moral.
Aceptado que nos sacudimos de moralistas justicieros y de curas que predican pero no aplican, lo realmente grave es que tampoco teníamos sólidas bases éticas. Ahí fue Troya. Los padres de familia, primeros educadores, eluden su responsabilidad y se la endosan a escuelas que tampoco lo hacen, o a abuelas permisivas o a empleadas domésticas con poca o ninguna formación. Los colegios públicos y privados, ellos sí, extraditan por órdenes superiores casi todas las cátedras de orden humanista: la religión porque no se puede obligar a creer; ética y valores, porque no hay quién la enseñe; urbanidad, porque es pasada de moda; geografía, porque no sirve para nada; historia, porque son cuentos reforzados y es mejor repetirla; redacción y ortografía, porque es demasiado exigente y quita tiempo para otros saberes que sí son relevantes; lengua castellana porque es más productivo hablar inglés. Mejor dicho, todo lo que pueda contribuir a pensar y tener una mínima conciencia crítica es un peligro intolerable para el statu-quo. Que el pueblo siga siendo ignorante, sin Dios ni ley, sin mínimos éticos, para así poderlo manosear, como descaradamente lo hacen ahora, creyéndonos tontos, mintiéndonos de frente, pervirtiendo la justicia, lucrándose con su corrupción, incumpliendo promesas electoreras.
Esto está patas arriba y hay que recomponerlo. Pero cuidado con los “mesías” de derecha, de izquierda o de supuesto centro. El problema es más de fondo. La pandemia quiso sacudirnos y no pudo. “Somos pueblo de dura cerviz y corazón endurecido”, como dice la Escritura. Estamos sin Dios ni ética de mínimos. En la misma barca o cada uno en su chalupa, pero la mayoría, a la deriva y sin brújula. Es la cruda realidad, pero no falta el miope que diga que vamos muy bien. Ustedes qué dicen…