Por John Marulanda*
Cada día son más frecuentes en las redes sociales los videos de policías agredidos, vilipendiados o huyendo de catervas que blanden garrotes y machetes, cuando no tiroteando sin control. El apedreamiento de uniformados se ha convertido en la adrenalina favorita de jóvenes. Claro que a los soldados no les va mejor. A pesar de su letal Galil de dotación, les ponen machetes en el cuello, los sacan arriados de sus bases y los amenazan con que “A partir de las 72 horas, si los volvemos a ver, vamos a actuar de otra manera”, como les dijeron públicamente hace pocos días en Argelia, Cauca. Si regresan, a lo mejor los apalearán, les quitarán su armamento y los secuestrarán (retenciones sociales, le dicen ahora) o los volverán a sacar a empellones, en andas, como sucedió hace varios años en Toribio, Cauca. Recordamos el llanto del Sargento en camuflado, con casco de guerra y aferrado a su fusil, mientras sus subalternos retrocedían cabizbajos, humillados.
El Cauca,
precisamente, es un escenario favorito de esas defenestraciones, que demuestran
el debilitamiento progresivo de la fuerza legal y legítima del Estado. Este
departamento, es cercano a la frontera con el Ecuador, que le da base étnica
transnacional; se abre al Pacifico, ruta preferencial del narcotráfico, base de
su economía; ejerce su propia legislación con cepo, latigazos y fuetazos
incluidos y mantiene aceitado su autónomo aparato de seguridad, a cargo de la
Guardia Campesina, una estructura paramilitar legalizada en La Habana y que,
bajo la tutela de las FARC, recluta niños desde los 7 años. En el Cauca se
aísla y se secesiona el sur del país cuando lo ordenan las narcofarc y se
impedirá a toda costa la fumigación de sus casi 20 mil hectáreas de cultivos
ilícitos. Desde allí, muy probablemente empezará la previsible turbulencia
social de la pospandemia.
Regresemos a las
primeras líneas. Los ejércitos son para la guerra. Inclusive los comunistas. Y
hay que entrenarlos y equiparlos para eso, aunque el cáncer bélico no exista
por el momento: Si vis pacem para bellum, dice el sabio consejo de
Vegecio. Pero entrenar soldados para la guerra, quitarles el armamento y
ponerlos a cuidar frailejones, es un grave error. Sacarlos a lidiar
turbamultas, pero prohibirles hacer uso de sus armas es un riesgo que puede
terminar con la turba armada, disparando indiscriminadamente a uniformados,
funcionarios, vecinos incómodos y enemigos políticos.
Los desatinos de un
expresidente ligado al narcotráfico, los desvaríos ideológicos de un Obispo, la
imprudencia de un juez impidiendo el apoyo del ejército de US y una dudosa
doctrina importada de todas partes, o sea de ninguna, que mira más a la OTAN
que al Cauca, están llevando a que el espíritu de combate se deteriore. Y la
pérdida de la legitimidad del ejército con su correspondiente desmoralización,
no le conviene a nadie, ni a las FARC.
Con el fin de las
restricciones de la pandemia, se reanudará la protesta social alimentada por
desempleo, pobreza e inseguridad muy altas. Será una perturbación a la que
desde ya convocan los comunistas fecodianos y otras organizaciones, en el
convencimiento de que llegando al caos podrán hacerse con el poder fácilmente,
su técnica de probada efectividad. Nada más alejado de la realidad. A toda
acción corresponde una reacción, tanto en física como en política. Y los
izquierdistas han estirado tanto la cuerda con narcofarianos posando de
honorables senadores mientras sus adláteres arrecian el secuestro y el
asesinato, con los engendros de la vergonzosa JEP y con el embeleco de la tal
Comisión de la Verdad, que esta se puede reventar en cualquier momento y si no
hay ejército con ánimo, ni policía empoderada, el caos afectará a todos, pero
con especial fuerza a los voceros del desorden.