Por José
Alvear Sanín*
A raíz de la instalación del ¨Congreso, el gobierno ha presentado varias iniciativas que algunos comentaristas se han apresurado a calificar como el plan para la recuperación de la actual crisis.
Nadie
puede negar que son valiosas propuestas en forma de planes sectoriales para la
recuperación de empresas, gracias a la provisión de amplias facilidades
crediticias, para dotar al país de infraestructura turística en 302 municipios
y para fomentar lo que llaman e-commerce,
principalmente.
Al
lado de estas acciones, más o menos mediatas, el gobierno espera, para el 2022,
generar nuevas exportaciones por US $920 millones y atraer inversión extranjera
directa por US $11.500 millones. Ojalá estas expectativas se conviertan en
hechos concretos.
Sin
desconocer la importancia de proponerse metas ambiciosas, hasta ahora falta abordar
los temas fundamentales relativos a las finanzas y al gasto público.
Como
el país saldrá de la pandemia inmensamente endeudado, con mínimas exportaciones
de petróleo y carbón, es previsible una aguda escasez de divisas. Además, habrá
millares de empresas quebradas, desempleo superior al 20% de la fuerza laboral,
reducción del recaudo de los impuestos sobre ventas y renta. Los fiscos locales
experimentarán altísimo debido cobrar por predial y reducción inevitable en los
impuestos de industria y comercio. Y como si fuera poco, habrá que atender el
servicio de la deuda externa con dólares de 4 o 5.000 pesos, en vez de dólares
de 2.500 o 3.000 pesos.
Frente
a ese panorama aterrador habrá que apelar a expedientes como: 1. Liquidar
reservas internacionales (lo que puede conducir a mayor devaluación del peso,
con su incidencia en el servicio de la deuda). 2. Emitir, emitir y emitir
(envileciendo la moneda y empobreciendo aun más a las clases desfavorecidas), y
3. Incrementar los impuestos sobre sujetos tributarios exhaustos.
Hasta
ahora solo se ha considerado esa tercera opción, a todas luces incapaz de
colmar el déficit de tesorería, y menos aun de equilibrar el presupuesto.
No
obstante, hay quienes proponen crear una renta básica universal y nadie se
atreve a cuestionar los inmensos presupuestos que se desprenden del Plan de Desarrollo
de la actual administración.
Ahora
bien, si el gobierno se empeña en ejecutar ese plan, todo tendrá que hacerlo a
debe. Pero, ¿queda capacidad en la economía nacional para suministrarle esos
recursos al Estado? ¿O habrá bancos extranjeros dispuestos a suscribir
empréstitos colombianos?
La
sola magnitud del déficit de los gastos de funcionamiento y del servicio de la
deuda, hace pensar que endeudarse para pagar sueldos y amortizar empréstitos
nos llevaría en pocos años a niveles de endeudamiento tipo Grecia o Argentina,
es decir, al descalabro absoluto. Y si además se tomase dinero para las
inversiones, ¿hasta dónde llegaría el endeudamiento total?
Nadie
en sano juicio seguiría el camino del endeudamiento astronómico, así encontrase
prestamistas aventureros y especuladores ‒que siempre hay‒ dispuestos a
arriesgarse en un país posiblemente inviable.
¿Cuánto
tiempo pasará antes de que llegue una recuperación que haga posible el
equilibrio fiscal y presupuestal y el retorno a la normalidad económica? En el
mejor de los casos tendremos cuatro o cinco años antes de volver a la senda del
crecimiento y el progreso.
Por
esa razón es inexplicable que nadie quiera decirle al país que habrá que
olvidarse del Plan de Desarrollo (que incluye 39 billones en el cuatrienio,
para “cumplirles” a las FARC con inversiones tóxicas), que habrá que aplazar el
impagable Metro de Bogotá (cuyo costo ya ha subido unos 4 billones debido a
nuestra devaluación); que los tranvías o trenes ligeros prometidos a Medellín
no son prioritarios; que hay que desistir del muy costoso (se habla de US $300
millones) voto electrónico, letal además para la democracia.
Ahorro
y austeridad, aunque a ningún político le suenan esas palabras, pero habrá que
volver a sueldos públicos moderados, a congresistas y magistrados que no
cuesten 70 u 80 millones mensuales (ahora tienen emolumentos enormes y están
acompañados de abundante séquito burocrático). Tenemos que privatizar empresas oficiales
y reducirnos a 10 o 12 embajadas (apenas con un jefe de misión y una
secretaria, en oficina modesta), porque ¿qué hacen centenares de embajadores,
primeros y segundos secretarios, agregados de lo uno y lo otro, choferes y
carros de lujo, en multitud de países que poquísimo nos compran y donde no se
nos conoce ni aprecia?
También
habrá que decir adiós a “altos” consejeros, magistrados auxiliares, nóminas
paralelas, empleados innecesarios, y liquidar centenares de agencias,
comisiones y programas no esenciales. ¡Ah, y los deliciosos carros oficiales,
cocteles, comisiones al exterior y contratos para promover personajes y
políticas!
¡Despilfarrar
o ahorrar, he ahí la cuestión! ¡Reconstrucción nacional o catástrofe!, porque
si la austeridad no se convierte en la norma suprema del gasto público, el país
puede descuadernarse hasta los niveles requeridos para que el desastre
electoral nos condene, en 2022, a repetir la experiencia de Venezuela.
***
¡Y como lo hace notar Eduardo Mackenzie, las opulentas embajadas ni siquiera rebaten la desinformación falsa, sesgada o calumniosa contra Colombia que aparece rutinariamente en los grandes medios!