Por José
Alvear Sanín*
Nadie conoce realmente el impacto de la pandemia en la economía global, ni en las diferentes naciones, ni en Colombia, ni cuántos años tardará cada país en regresar a su situación anterior.
Los economistas, desde luego, son dados a los diagnósticos y a los pronósticos.
Aquí
se nos dice que vamos hacia una caída del PNB del 6%, del 8%, del 9%, según los
más pesimistas; y que nos recuperaremos en 2, 3 o 5 años. Y también nos
advierten un retroceso de 20, 30 y hasta 50 años en la lucha contra la pobreza
y la miseria.
En cambio,
hay otras estimaciones plausibles, como afirmar que empezaremos el año 21 con
endeudamiento del orden del 60-80% del PIB, con desempleo de 25% y con poco
petróleo para exportar a bajo precio, déficit presupuestal del 50-60%, millares
de empresas quebradas, creciente dependencia de la coca y de la minería ilegal…
Nunca Colombia se ha enfrentado a algo parecido.
La
crisis del 30 fue dura para algunos sectores, pero el nuestro era un país donde
más del 80% de la población vivía en los campos, que poco sufrió los efectos
del krach, a pesar de que los ingresos
de la Tesorería Nacional bajaron de 75 millones a 35, obligando al gobierno a
suprimir empleos, paralizar las obras públicas y decretar una moratoria de
pagos. Pero, para 1934, el país se consideraba recuperado.
Ahora
bien, no se sabe cómo se saldrá adelante. Ignoramos cuántos países estarán en
situación igual o peor; cómo serán las ayudas, si se dan; cuáles, las
exigencias de los acreedores; si el default
de tantos traerá un nuevo orden financiero mundial y cómo será la demanda
externa de bienes; si cambiarán las reglamentaciones de la OMC, etc.
La
situación, sin duda alguna, será diferente en los países “desarrollados”. En
general Europa, Japón y los Estados Unidos tienen mejores estructura y activos
para superar la crisis que los “subdesarrollados”. En fin, cada caso es único.
Allá, los problemas también son terribles, pero por lo menos en la UE ya se
trabaja en planes de recuperación del orden de 750.000 millones de euros.
En
cambio, entre nosotros no se ha comenzado a preparar el plan de recuperación,
ni cuánto costará, ni de dónde va a salir la plata, ni cuándo va a empezar. Lo
único que sabemos es que los economistas hablan de otra inevitable reforma
tributaria, olvidando a los industriales y comerciantes arruinados, las clases
medias depauperadas, las viudas que no perciben los arriendos, las propiedades
desocupadas, los desempleados sin capacidad de compra y, en consecuencia, el
IVA por los suelos.
Cuando
un país afronta situaciones extremas —terribles, pero menos complicadas que la
actual—, como conflictos militares, bloqueo, terremotos, sequía, langosta,
etc., se hace necesario apelar a las soluciones de lo que se denomina “economía
de guerra”. Se hace imperativo entonces un plan para salir del atolladero bajo
una dirección única, determinada, y obedecida sin ser obstaculizada.
Colombia
no será la excepción, pero lo primero que debe resolverse es qué clase de
economía de guerra vamos a tener: una heterodoxia creativa dentro del modelo de
libertad económica, propiedad privada y respeto de los derechos humanos, con
intervención profunda y grandes sacrificios, u otra rupturista, marxista,
colectivista, totalitaria y despótica.
También
puede ser que, a partir de 2021, empecemos con una gestión enérgica de la
economía dentro del modelo de la economía social de mercado; pero que dos años
después este sea sustituido por el caos que precede a la dirección totalitaria
de corte castro-chavista.
No olvidemos que las elecciones de 2022 se
celebrarán en un país irreconocible —desempleado, hambreado y deprimido—, cuyo clima
hace previsible el irresistible avance electoral de la izquierda
revolucionaria. Esta dispone, además, de presupuestos locales, medios masivos,
subversión, narcofinanciación, jueces, juntas de acción comunal… y sobre todo,
de vocación inquebrantable de poder.
Dentro
de un modelo democrático la recuperación, aunque difícil, es posible. Con el
marxista, en cambio, es imposible, porque implica la adopción de un sistema
improductivo, fracasado y tiránico.
Hay,
sin embargo, un enorme problema al que no se le da la adecuada consideración:
El desorden constitucional imperante en Colombia, agravado por el Acuerdo Final,
inhibe el funcionamiento de los mecanismos eficaces de dirección y gestión
económica requeridos para superar la crisis. Por tanto, si no se establece un
estado de excepción eficaz y duradero, el pronóstico es reservado.
De ahí
que el plan de recuperación reclame un componente de voluntad política, un
propósito firme e inmodificable de preservar y proteger lo esencial del modelo
económico. Su parte política, entonces, es tan importante como la económica y
aun más, porque sin la primera, la segunda es demasiado frágil.
No
faltan quienes, desde la “academia”, prediquen el establecimiento de una
economía de guerra totalitaria. Es una propuesta seductora, en cuanto responde
a la unidad de mando y a la coercibilidad de las medidas que se adoptan
inmediatamente y carecen de oposición.
En
1921, el caos revolucionario dio lugar al nombramiento de Trotski para que “la economía fuera gestionada con una
disciplina y una precisión militar. Toda la población tenía que ser reclutada
(…) y despachada como soldados para llevar a cabo las órdenes de producción”
(Figes. La Revolución Rusa, p. 785).
El orden regresó al poco tiempo, pero sobre millones de muertos y 70 años de
dictadura y pobreza.
He ahí
los riesgos de la elección equivocada que amenaza al país, porque una población
agobiada no se fija en los resultados de las economías militarizadas de Cuba o
Venezuela, y solo está dispuesta a creer en pajaritos de oro.
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