José Leonardo Rincón, S. J.*
Mi vocación sacerdotal tiene sus raíces en la celebración eucarística dominical. Mi madre me llevaba sin falta y yo, sin entender mayor cosa, a decir verdad, me sentía atraído por lo que allí acontecía. Tengo clara la imagen de aquel domingo en que, siendo un niño, por ahí de cinco años, me dije: yo quiero ser como ese padre. Me atraía su devoción, la forma como hablaba captando la atención de la gente y su cordialidad manifiesta.
Poco tiempo después jugaba a decir misa. Me valía de la hojita El día del Señor y me había aprendido algunas oraciones complementarias, de modo que con mucha pompa y circunstancia le pedía a mi mamá ponerme atención y responder las oraciones. Con recortes de hostia compradas a las Clarisas y seguramente con vino Sanson se completaban las especies. Fui feliz el día que algún sacerdote amigo me regaló un pequeño ordinario de la misa con prefacios y anáforas que me hacían falta para completar el repertorio. Ya estudiante de San Bartolomé tuve el privilegio de “subdiaconar” muchas eucaristías en la contigua Iglesia de San Ignacio, donde germinó y se alimentó mi vocación a la Compañía.
Toda esta rápida historia para decir que la eucaristía ha ocupado un lugar central en mi vida y como de sacerdote la celebro a diario, ya es parte de mi cotidianidad y no la he echado de menos en medio de la pandemia. He caído en cuenta DE que soy privilegiado y que cual niño rico que no le falta nada, no sé lo que significa no tenerla. Sin proponérselo, han sido mis amigos laicos los que me han avergonzado haciéndome caer en cuenta de lo que realmente significa para ellos. Ya he contado por lo menos cuatro o cinco distintos, que, en momentos diferentes, entre suspiros y lamentos me han dicho que les hace falta la eucaristía. Echan de menos el encuentro comunitario, las buenas homilias y la sagrada comunión. El ayuno eucarístico forzado los tiene tristes y ya no los llena ni las misas televisadas, ni las del Facebook live, ni las homilias que les comparto por WhatsApp, ni lo que llamamos comuniones espirituales. Les parece que como Iglesia ha faltado una postura más firme y exigente ante el gobierno. Con rigurosos protocolos de bioseguridad podríamos encontrarnos de nuevo. No les falta razón.
Y claro, el que tiene comida todos los días y está gordo y rozagante no
sabe lo que es no tenerla y pasar hambre. Eso. Eso es lo que sienten muchos:
hambre espiritual, hambre de Dios, hambre del pan de La Palabra, hambre del
banquete eucarístico. La común-unidad eclesial celebra la vida alrededor de la
común-unión con Cristo; es fiesta, es sacrificio, es oración, es banquete.
Alimenta, alienta, da fuerzas, proporciona una energía indescriptible. Con
razón la echan de menos, con razón les hace falta, con razón reclaman lo que en
justicia les corresponde. La verdad, me ha dado pena porque “andan como ovejas
que no tienen pastor” y la razón es muy simple: es que los pastores estamos encerrados
cuidándonos del coronavirus, mientras las ovejas afuera, en el rebaño, están
pasando hambre. Gracias por hacerme tan delicado pero profundo cuestionamiento.
La Iglesia debe estar en salida como nos pide Francisco y hay que hacerlo, con
todos los cuidados propuestos, pero hay que hacerlo.