miércoles, 10 de junio de 2020

Eutanasia, mistanasia, gerontocidio

José Alvear Sanín*

José Alvear Sanín
Sorprendente la anticipación del futuro que se da en algunos grandes escritores. A EvelynWaugh (1903-1966), católico, tradicionalista, conservador y anglocéntrico, la II Guerra Mundial amargó su pluma, antes la más incisiva e hilarante, para contemplar con pesimismo el futuro posterior a la contienda. Acercándose a la cuarentena dejó atrás mujer y siete hijos y se enroló to serve King and Country, hasta llegar al grado de capitán, sirviendo en distintos frentes. Pronto se desengañaría viendo cómo su país, al aliarse con Stalin, se contaminaba y deshonraba hasta consentir la entrega de media Europa a la barbarie comunista, que presenció y denunció, sin el menor eco en Londres, mientras Yugoslavia caía en poder de Tito.

Ese desaliento, que se reflejará en su extraordinaria trilogía sobre la guerra (Men and Arms, 1952; Officers and Gentlemen, 1955, e Unconditional Surrender, 1961), ya se había manifestado antes en dos cortas novelas pesimistas escritas en 1947, Scott-King Modern Europe y Love among the Ruins, a Romance of the near Future. Esta última narra la vida en un entorno igualitario y plebeyo, sin religión, familia, educación, cultura, sin libertad individual ni refinamiento social, tan gris e inútil como el que luego, en 1949, describiera George Orwell en “1984”.

En ese entorno sombrío, aburridísimo, futurista y socialista, los que superan cierto límite de edad se presentan voluntariamente al Departamento de Eutanasia —con frecuencia en huelga—, para hacer la correspondiente cola. Con no disimulada alegría el autor ve llegar allí a dos poetastros mamertos, Parsnip y Pimpernell (Apio y Pamplinas), que en varias de sus novelas representan nada menos que a W.H. Auden y a Christopher Isherwood.

Ahora bien, en el nuevo orden mundial sobran los niños y los viejos. A los primeros no se les permite llegar a nacer y a los ancianos recalcitrantes se los habrá de eliminar. Ya en muchos países, los viejos temen al hospital tanto o más que a la enfermedad.

Christine Lagarde, exitosa comisionista de equipos militares y política benefactora de demandantes del Estado francés, en 2012, siendo directora del FMI (ahora preside el Banco Central Europeo), se hizo mundialmente famosa cuando dijo: “Los ancianos viven demasiado y esto es un riesgo para la economía global. Tenemos que hacer algo, y ya”, para proponer a continuación el recorte de pensiones y el retraso en la edad de jubilación, con el propósito de “mitigar así el riesgo de longevidad, que constituye un gasto enorme para el gobierno, las aseguradoras y los particulares”.

Cuando Mme. Lagarde expresaba eufemísticamente sus verdaderas intenciones, apenas frisaba en los 56 años, pero ya carecía de todo atractivo físico (si es que alguna vez lo tuvo) y no parecía preocuparle la llegada a la vejez. ¡Al fin y al cabo, eso que decía era para los pobres! ¡Ni ella, ni Soros —gran promotor de la eutanasia, que ahora tiene 88 años— causarán erogaciones al Estado ni a las compañías de seguros!

La franqueza de Mme. Lagarde es de admirar, porque eso lo piensan muchos, pero pocos lo expresan como ella, o el primer ministro japonés de la época, Taro Aso, que se apresuró a secundarla, porque su país, el más envejecido y menos fértil del mundo, también se preocupa por los costes y riesgos de la longevidad. Y en Colombia, mediante un recurso literario, plagiando y parodiando a Swift, Alejandro Gaviria, ladino y cínico, revela las medidas urgentes para la exterminación de los ancianos (El Espectador, 15-IV-2012). Más tarde y afortunadamente, el sistema de salud, que encabezaba como ministro del ramo, no lo privó de los costosos tratamientos oncológicos que lo angustiaban como economista.

Una cosa es la eutanasia, que al fin y al cabo es un suicidio asistido e indoloro, y otra la mistanasia —del griego mys =infeliz, horrible, y thánatos= muerte--, porque así es la que se propina al anciano sin tener en cuenta su voluntad, y que lo priva de la compañía final de sus seres queridos, de asistencia espiritual y ritos funerarios, como viene ocurriendo en estos días del covid-19. ¡Poco consuelo es saber que, tan pronto se manifiestan los síntomas, le aplican un poderoso sedante, para que muera pronto y sin dolor!

En efecto, en varios países europeos, muy especialmente en Bélgica, pero también en Suecia, Alemania, Gran Bretaña, España e Italia, cerca del 50% de las muertes por covid-19 contabilizadas han tenido lugar en los geriátricos. Así no se congestionaron las famosas UCI ni las máquinas respiratorias. No es extraña esta coincidencia, si consideramos lo que significa vivir (y morir) en la sociedad postcristiana, conmovida por los ingentes gastos que ocasionan los viejos al Estado-providencia en sus últimos años, que deben ser bien pocos, para lograr la reducción de costos en la seguridad social, así esos individuos hayan cotizado toda su vida.

Al otro lado del Atlántico, tanto el gobernador Cuomo como el alcalde De Blasio —que parecen clones de Gustavo Petro— han sido acusados de gerontocidio. El primero de ellos trasladó unos 4.300 infectados de coronavirus a ancianatos, probablemente para no congestionar los hospitales.

En estos terribles días hemos oído elogiar la selección adversa, que exige descartar la atención a los viejos, con el fin de mantener las UCI expeditas para cuando lleguen los menores de cierta edad (¿cuál?).

Se me ocurre, entonces, pensar que es posible que salgamos de esta pandemia hacia un mundo diferente, el de la más plena racionalidad económica, donde se hayan abolido los últimos vestigios del cristianismo y de aquello que llamábamos “filosofía perenne”, que se inició en la bulliciosa ágora con Sócrates, un viejo sofista improductivo, como los que a la veterana Mme. Lagarde le parecen desechables.