Por John Marulanda*
Hay declaraciones
públicas de un cinismo monumental. Y las espetan los mismos personajes de
siempre, empeñados en desfigurar la realidad, la evidencia de los hechos. Una
de ellas: “El fallido proceso de paz de Colombia es un fracaso para la
humanidad” (Mujica). Otra: “Llevamos 45 años luchando contra las drogas
y estamos peor que antes” (Santos). Pero una francamente desvergonzada es
esta: “Todo el mundo sabe que Cuba no comete actos terroristas”
(Samper). No importa que la isla castrista acoja y proteja a los jefes confesos
de la banda que masacró a 21 estudiantes de una academia policial; ni que esa
misma cáfila siga desde La Habana guiando las acciones de los narcocarteles que
persistan en asesinar civiles, ejecutar soldados y policías, dinamitar oleoductos
y aterrorizar comunidades enteras.
Insistir
tozudamente en que Cuba es una buena garante de paz para Colombia, es una
mentira catedralicia como lo demuestra la historia. La dictadura castrista fue
la que entrenó, equipo, aupó y envió a Colombia la primera célula del ELN en
1964, que bajo el mando de los hermanos Vásquez Castaño se dio a conocer con la
masacre de Simacota. Fabio, el mayor, luego de ser destituido por sus
compañeros por malos manejos de los fondos “revolucionarios” y temiendo ser
sicariado, como es lo usual en esa banda, se refugió en Cuba en donde falleció
en paz el año pasado. En marzo de 1981 el gobierno Turbay rompió relaciones con
Cuba, después de que un centenar de jóvenes fuera reclutado por el M-9,
entrenado durante tres meses en las montañas de la isla, armado y enviado a
invadir a Colombia por el Chocó. El explosivista del atentado al centro
comercial Andino en Bogotá en junio del 2017, fue un estudiante de la U
Nacional, entrenado en Cuba, según su propia confesión, gracias a la intermediación
de un diplomático castrista. Y en marzo del año anterior, un agente cubano fue
capturado cuando espiaba los movimientos de los aviones de la FAC en el Comando
Aéreo de Combate de Palanquero. Son solamente tres botoncitos, sin mencionar el
caso de la Embajada de República Dominicana, de un largo prontuario que permite
decir con toda claridad que desde Cuba sí hay “complicidad con el terrorismo” y
que Colombia no le debe nada al “factor cubano”, como no sea el auspicio de
masacres, ecocidios y repetidos engaños y frustraciones.
El intercambio
comercial con la isla es casi inexistente y los enfermeros militarizados con
título de “médicos integrales” que envían, con el embaucador lema de solidaridad
y humanitarismo, vienen a cumplir labores de adoctrinamiento, inteligencia y de
paso recetar aspirinas. La culminación de la intervención cubana en Colombia es
el ignominioso proceso de paz que solo sirvió para darle impunidad al cartel de
las FARC, erosionar la moral de la Fuerza Pública y constituirse en un
monstruoso edificio a la desgracia nacional.
Cuando los
quintacolumnistas castristas, para darle algún peso a sus argumentaciones, parangonan
el tal Acuerdo de Paz con otros procesos como los de Ruanda, Tailandia,
Irlanda, El Salvador, pasan por alto que en la isla se negoció con uno de los
mayores carteles del narcotráfico, como Márquez y Santrich lo ratificaron
posteriormente.
Ahora, el ELN,
otro cartel del crimen organizado transnacional, quiere repetir mejorado el
mismo embuchado: Pablito y Beltrán lo certifican, mientras algunos jerarcas de
la iglesia los exculpan. Y sí, es recomendable una “visión de larga duración”
para entender que un eventual distanciamiento de La Habana sería lo más
conveniente para el país y la región, en estos momentos de turbulencia
geopolítica.
Mientras las voces comunistas siguen utilizando el
vocablo “paz” en medio de la pandemia, la OIT, la Cepal, la OPS y casi todos
los centros de pensamiento y análisis serios advierten un agravamiento de la
perturbación social que ya está siendo aprovechada por el ELN y por las FARC,
ambas jugando a los intereses de La Habana y Caracas. En los albores de la
pospandemia, se repetirán las protestas en Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia,
estimuladas a través de redes sociales manipuladas con asesoría rusa desde
bodegas de troles en Venezuela y Cuba. Y el debilitamiento moral del ejército,
debido a una cadena de desafortunados incidentes que minan el espíritu de
quienes están jugándose la vida diariamente en medio de grandes dificultades,
puede concluir en una violencia descontrolada.
Inhabilitados los militares activos para una adecuada
defensa política en los medios, que responda adecuadamente a las acusaciones y
denuestos contra la institución bicentenaria, los retirados, la reserva activa,
debe asumir un papel más enérgico en la salvaguardia institucional. Es
necesario un apoyo en línea. La reserva está llamada a liderar esa delicada
tarea, con argumentos de tradición, honor y profesionalismo. Más aún, un
crecido número de oficiales, suboficiales y soldados retirados, acompañados por
civiles significativos, que le pidan al gobierno replantear las relaciones con
Cuba, por ejemplo, sería un buen arranque de participación política de las reservas
en estos momentos en que la institución más querida por los colombianos soporta
el embate amarillista que semana a semana la erosiona y que sufre luchas
intestinas que desdibujan el perfil del heroico soldado colombiano. Sin ser
catastrofista, en este panorama preocupa que terminemos palmoteando y coreando
con Carlos Puebla “y se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a
parar”. Como en Cuba. Como en Venezuela.