Por Andrés de Bedout Jaramillo*
Quedaron atrás, por lo menos en este
2020, las tradicionales reuniones familiares que permitían el reencuentro
físico de dos, tres generaciones, en un espacio físico de encuentro,
reencuentro y hasta conocimiento familiar, en un mundo donde el concepto de la
mal llamada independencia, ha venido haciendo mella en el importante concepto
de familia y ha llevado a las personas a vivir solas, dejando solas a las que
nos dieron la vida, a las madres y de paso a los padres y abuelos, hoy,
pertenecientes a esa población vulnerable, dentro de la crisis que está
pandemia nos ha generado.
Qué paradoja, a los que no nacimos en la
virtualidad, nos ha tocado aprender a vivir en la virtualidad, que, viéndolo
bien, ha permitido incrementar el muy rápido contacto con los seres queridos,
contacto que por el acelere, por los trancones que incrementan las distancias y
hacen el tiempo más escaso y que por la virtualidad misma, permite hacer muchas
más cosas al mismo tiempo, en un contacto corto, más frecuente que el contacto
físico de antes.
Los sentidos del oído y de la vista,
remplazan el del tacto, que permitía ese contacto físico del abrazo que hoy en
los tiempos del COVID-19 quedó abolido, prohibido y cayó de perlas, en los
tiempos del acelere, de la escasez de tiempo, donde la virtualidad se convirtió
en la única posibilidad de ver y oír a través de una pantalla a nuestros seres
queridos.
“Ver y no tocar”, letrero que veíamos en
los almacenes, ya hoy es un hecho, una conducta, un comportamiento, que no
requiere de expresión física, el regalito de madres lo vimos en la pantalla, lo
pagamos por la pantalla y ordenamos su envío por la pantalla; nunca lo tocamos
ni tuvimos la satisfacción de entregarlo físicamente, inclusive, en muchos
casos la entrega física estuvo prohibida, por el riesgo.
Todo se volvió fácil, práctico y rápido,
pero raro, tan raro que ya nos invadió el síndrome de la cabaña: como todo lo
puedo hacer desde casa y además no puedo salir de casa por los riesgos del
contagio, termino prefiriendo no salir, ni los días que el pico y cédula, el
pico y placa, el pico y género, etcétera, me permitan ese privilegio.
Definitivamente la calle se volvió de
los domiciliarios, encargados de hacer que lo físico y lo virtual se
encuentren.
Tiene gran parecido, con las épocas
antiguas donde los mensajeros, los emisarios, permitían que lo físico llegara a
pie, si mucho a caballo, en barco, tomándose mucho más tiempo que el que hoy se
toman los domiciliarios de la virtualidad.
Hoy veremos las madres, pero no las
podremos tocar, será una reunión virtual de máximo una hora, no pasaremos el
día con ellas, no podremos sentir la sensación de abrazarlas, cogerles la mano,
no estaremos en reunión de tres generaciones, pediremos el domicilio, veremos
Netflix, nos arreglaremos para este especial día y para vernos bien en la
teleconferencia, sí, tenemos el síndrome de la cabaña.
Aprovechemos para agradecerle al
Creador, por la vida y por los medios virtuales y los domiciliarios, que nos
permitirán celebrar, así sea en una forma diferente, el día de las madres.