José
Leonardo Rincón, S. J.*
En este día en que homenajeamos a los educadores, se agolpan en mi
memoria esos rostros y nombres de quienes un día lo fueron en mi vida. Los hubo
docentes, profesores y maestros. La distinción entre los tres la expliqué
teóricamente hace tiempo ya, en otras de estas reflexiones en voz alta, y fue
definitiva en mi vocación de educador. Hoy lo haré evocando sus figuras y
subrayando las diferencias.
Por lo pronto, agradezco a quienes se consagran a esta noble tarea y que
lo hacen por vocación y no simplemente como un servicio profesional. A los
primeros se les nota la pasión por que lo hacen, su amor y entrega cotidiana,
su afán por formar y no solo instruir, entre muchas cualidades. Los otros,
lamentablemente, se restringen a lo básico del oficio, les importa un bledo sus
estudiantes y terminan siendo mercenarios por una paga. Los primeros están
porque les gusta, los segundos porque les toca.
Docentes tuve muchos, la mayoría. Se limitaron a dar sus clases, a
transmitir informaciones y datos y a pedir que los grabáramos. La verdad, no
dejaron ninguna huella en mí, a punto de que hago esfuerzos por recordarlos y
no logro hacerlo ni con rostros, ni con nombres. No impactaron mi vida. Creo
que perdí muchas horas en sus tediosas y nada productivas instrucciones.
Profesores tuve menos. Profesaban conocimiento y solvencia académica en
lo suyo, preparaban bien sus exposiciones, les gustaba enseñarlo y seguramente captaron
nuestra atención y suscitaron algún interés por sus clases. De ellos recuerdo
algunos nombres y ciertamente aprendí datos eruditos que me han servido como
cultura general. Se les abona haber sido buenos profesionales y que se
preocuparan por enseñarnos los conocimientos fundamentales.
Maestros muy pocos. Eran docentes y eran profesores también, pero
tuvieron un plus: compenetrarse con nosotros, conocernos con nombre propio y
querernos, ser muy exigentes, pero siempre cariñosos, honestos, sinceros,
sacrificados, capaces de aprender y reconocer sus límites, justos. Su clave
estuvo no solo en enseñar contenidos sino enseñarnos los profundos secretos de
la vida. Unos auténticos viejos lobos del mar de la vida. Cómo no recordar
entonces, sin alcanzar a mencionarlos a todos, a:
*Celina Blanco mi primera maestra en kínder. Nunca la
volví a ver, pero la quiero y recuerdo con gratitud. Cuánto me gustaría abrazarla
y decirle que fue clave para amar el colegio y querer volver a él. No recuerdo detalles
de lo que me enseñó, pero sí que lo hizo con amor.
*Ileana Cifuentes, maestra y pedagoga al 100%. Evoco
sus clases de geografía e historia que siguen superando las sagas de Netflix,
pero, sobre todo, su exigente formación en valores.
*Carlos Vásquez Quintero, nunca me dio clases, pero
nos conocía a todos los estudiantes del colegio con nombres y apellidos
completos. Exigente en la disciplina, pero siempre justo. Me dio la mano cuando
más lo necesité y creyó en mí. Lamento no haberlo tenido como profesor de
matemáticas, porque seguramente me hubiese quitado el trauma que dejaron otros.
*Claudio Oliveira me reconcilió con los números.
Siempre respetuoso, todo un caballero, no tenía problema en gastar su tiempo de
descanso para dedicárselo a uno con tal de que entendiera y aprendiera. Cuando
con Javier Benavides, al año siguiente, saqué 4.5 en una previa de
trigonometría, me sentí no bruto, capaz y feliz.
*Libardo Garnica y José Vicente Henry, dos Hermanos
Lasallistas. Toda una delicia escucharlos en sus disertaciones psicológicas y
filosóficas, y más aún, conversar con ellos, porque me pusieron a pensar, a no
tragar entero, a ir a lo esencial.
*Antonio Calle, mi maestro de novicios, porque junto
con Pedro Arrupe, entonces General y a quien tuve la gracia de conocerlo, me
enseñaron la quinta esencia del ser jesuita.
*Julio Jiménez, jesuita. Con el aprendí a dar
Ejercicios Espirituales y a ser pastor a través de las celebraciones
litúrgicas. Padrino de ordenación.
*Marino Troncoso, jesuita. Cada clase, cada charla con
él, todo un aprendizaje profundamente existencial. Me enseñó a ser libre y
auténtico. No he visto otro que evangelizara la ciencia y la cultura como él.
En sus clases de literatura nunca nos habló de Dios, pero todo el tiempo nos
habló de Él, cual teólogo más profundo.
*Gustavo Baena, jesuita, teólogo, biblista. Marcó mi
vida de fe, porque con palabras y ejemplos sencillos me introdujo en la hondura
de Dios mismo y me hizo comprender que la mejor y más excelsa teología se
aprende de rodillas.
Pero no puedo terminar sin aludir a mi madre, maestra y educadora de la
vida, a quien le debo lo que soy. Ella tuvo siempre claro que la mejor herencia
que podría dejarme era la educación y por eso buscó para mí los mejores
colegios y los mejores maestros y pedagogos. Ya vieja y venida a menos, en
estos 60 y tantos días de volver a convivir juntos por la pandemia, me sigue
dando lecciones de vida. Y es que ella sigue teniendo claro que uno solo, por
antonomasia, es El Maestro: Jesús, el hijo de María, madre y maestra. ¡Educadores,
a ejemplo del Maestro, Dios los bendiga!