Por José Alvear
Sanín*
Nada más arriesgado que calificar alguna
historia de la Revolución Rusa como la mejor, porque entre los miles de libros
que de ella tratan hay centenares sobresalientes. Ese inagotable tema ha
merecido estudios grandiosos de Richard Pipes, R. Conquest y R. Service, entre
los que conozco; y obras literarias tan esclarecedoras como El Archipiélago Gulag y La Rueda Roja, de Solchenitzin, El doctor Zhivago, Koba, de M. Amis, (acabado
perfil psicológico de Stalin), algunos relatos de Ivan Bunin, las sátiras de
Bulgachov, entre los que primero se me vienen a la mente.
No obstante, La Revolución Rusa (1891-1924): la tragedia de un pueblo
(Barcelona: Edhasa; 2010-2017, traducida por César Vidal), podría competir por
el primer lugar entre las que tratan de tan trágico acontecimiento. Su autor,
Orlando Figes (1959), es un historiador inglés, del Birbeck College,
especializado en temas rusos. Sus libros han merecido varios premios británicos
importantes (W. H. Smith, Wolfson, S. Johnson, etc.), entre los que se destacan
una monumental historia de la cultura rusa,
El baile de Natasha (en lista de espera en mi estudio) y Los que susurran: la represión en la Rusia
de Stalin.
Su Revolución
Rusa abarca 896 páginas, a las que se suman 42 de notas y 32 de
bibliografía en inglés y ruso, principalmente, lo que da idea de la sólida
sustentación de la obra. Además, Figes ha leído enormes cantidades de periódicos,
revistas, memorias y testimonios de los 33 años que van desde los orígenes de
la Revolución, a finales del siglo XIX, cuando el marxismo se apodera de las
universidades y domina el pensamiento (dando lugar a la intelligentzia), hasta la muerte, en 1924, y la deificación de
Lenin, pasando por los levantamientos populares de 1905, los fracasados
intentos reformistas de P. A. Stolipin, la entrada en la guerra de 1914, las
derrotas militares, el caos económico subsiguiente y la corrupción generalizada,
factores que sumados conducen a la hambruna que hace estallar la Revolución en
los suburbios de Petrogrado, en febrero de 1917; el impotente gobierno
provisional y el golpe de estado de octubre de ese mismo año, que lleva al
comunismo al poder; la destrucción de la economía; la represión; el terror rojo,
la guerra civil y la consolidación del nuevo régimen.
Figes recorre ese inmenso escenario con la
mayor objetividad. Esta no debe confundirse con la imparcialidad, que
corresponde al juez. El historiador verdadero debe narrar los hechos como han
sido, hasta donde eso le sea posible, porque su obra no debe ser ni hagiografía
ni diatriba. Es al lector a quien corresponde entonces juzgar.
La inocultable inmensidad de los errores y
crímenes de los bolcheviques llevan inevitablemente al lector a repudiar la
violencia inaudita con que se quiso crear un hombre nuevo y un orden social sin
precedentes para asegurar el paraíso en la tierra, lo que no dejó cosa distinta
a millones de muertos, miseria, hambre, destrucción, enfermedades, opresión
intelectual y persecución religiosa, para los cuales no se escogieron otros
remedios que la dictadura y la eliminación física de los opositores. A los
campesinos, inicialmente esperanzado, se los fusiló por millones para
requisarles hasta el último grano de sus cosechas, causando la más pavorosa
hambruna, mientras el gobierno exportaba grano como que si no pasara nada en el
campo.
El autor narra todos estos terribles capítulos
de manera detallada y siempre bien documentada, sin ocultar cómo la Revolución
llega a condenar amplios sectores de la población al canibalismo, la
prostitución infantil y la delincuencia.
Este libro nos permite repasar esa historia y
también nos abre perspectivas sobre hechos menos conocidos o mal interpretados por
lecturas anteriores.
Rescatando vivencias de esos tiempos
turbulentos, Figes da la palabra a muchas víctimas sencillas: agricultores,
soldados, obreros, viudas. También asistimos al desfile de personajes como
Trotski, de aterradora crueldad y superior inteligencia, no mejor que Stalin; Nicolás,
incompetente y obstinado; Alejandra, histérica y dominante; Kerenski, vanidoso
parlanchín e inepto; Brusilov, general brillante pero iluso; Stalin,
incomparable manipulador y principal colaborador de Lenin, a quien luego, cuando
este llega a estar senil e incapacitado, prácticamente secuestra, para
sucederlo.
He leído muchas biografías de Vladimir Ilich, desde
la pésima de Gérard Walter, siguiendo con la mediocre de Hermann Weber y otras
que lo exaltan o lo condenan, hasta la reciente, monumental pero
insuficientemente punzante, de Hélène Carrère d´Encausse, pero en el libro de
Figes he visto más de cerca al aterrador monstruo, con su odio abrasador, su
indiferencia frente a la muerte de millones, las decisiones arbitrarias e
inflexibles, y el fanatismo y la crueldad en una vida metódica caracterizada
por un comportamiento filial, fraternal y frugal.
Con esta obra he descubierto la trayectoria
amable, generosa y contradictoria de Maxim Gorki, socialista, revolucionario y
bolchevique, que, aterrado por los excesos y crímenes, intercede continuamente
por gentes humildes y por escritores y artistas perseguidos, abogando siempre
por la libertad de pensamiento. Su inmensa estatura como escritor mundialmente
reconocido le permitía tomarse esas libertades sin perder la vida. Su relación
de amor/odio con Lenin es bien interesante. Asqueado e impotente, abandona
Rusia, pero no dejará de sollozar cuando muera Ulianov. Pocos años después
regresa como obediente servidor de Stalin, a quien desprecia en privado, pero
le acepta mansión, premios y proventos, sin que
falte la sospecha de que “el Padrecito” haya mandado asesinar al hijo y
ordenado el envenenamiento del literato que se estaba volviendo incómodo.
En resumen, una obra grande y especialmente
recomendable.
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