Por José Alvear Sanín*
Cuando algunos empiezan a agitar el tema de “la
economía de guerra” conviene hacer algunas consideraciones.
Nadie puede ser enemigo de la tridivisión del
poder público, de la soberanía judicial o de la representación popular a través
del parlamento, mediante elecciones libres, etc. No obstante, hay que analizar
hasta dónde se invalidan las más convenientes instituciones, por aquello de que
“si la sal se corrompe…”
Salir del actual túnel se presenta como la
encrucijada mayor en la historia nacional. Cuando pase esta emergencia, el país
empobrecido (con un desempleo aterrador, urgido de un desarrollo que saque de
la miseria a millones), se encontrará con una pavorosa crisis fiscal, endeudado
hasta el cogote, sin exportaciones y dependiente de las narcodivisas.
Este sobrecogedor panorama exige el gobierno
más eficaz, lo que solo puede lograrse con unidad de mando. Quienes comienzan a
hablar de economía de guerra tienen buena parte de razón, porque en guerra
solamente puede haber un supremo, un generalísimo, un jefe único. Cuando una
gran democracia se ve ante el abismo, no tiene solución distinta de ponerse en
manos de un dirigente indiscutible. Frente a Hitler, para no ir más lejos, Gran
Bretaña, sin sacrificar las libertades civiles propias de la dignidad humana,
aceptó una dirección sobre la economía aun mucho más enérgica e inflexible que
la del III Reich; y mientras duró el conflicto Mr. Churchill no aceptó
contradicciones internas.
Volviendo a Colombia, Alberto Lleras en 1946,
amenazado por una huelga subversiva y paralizante, notificó al país que había
un solo gobierno, el suyo, en Bogotá…, cortés notificación que acaba de hacerle
finalmente el doctor Duque a la gárrula, estridente, alocada, subversiva y
expectante alcalde de Bogotá…
Pero el problema no está solo en la usurpación
de funciones por parte de alcaldes. Cuando las medidas para recuperar un país
deshecho empiecen a ser entorpecidas por un poder legislativo clientelista y
por las “altas cortes”, corruptas y al servicio de la subversión, en vez de
tener la dirección unitaria necesaria para realizar una tarea titánica,
tendremos de nuevo un ejecutivo debilitado y un país avanzando de tumbo en
tumbo hacia el despeñadero electoral de 2022, cuando las absurdas promesas
populistas podrán imponerse con la mayor facilidad.
Cuando impera el orden constitucional, los tres
poderes funcionan dentro de un deber-ser armónico. Pero en Colombia lo que
tenemos es un desorden institucional, que si no se supera nos llevará al
abismo.
Toca entonces hablar primero del congreso. Bajo
la Constitución anterior a la de 1991, el legislativo actuaba dentro de ese
deber-ser. Todos sus integrantes eran partidarios de la democracia y los
congresistas debían deliberar en conciencia, porque “los individuos de una y
otra cámara representan a la nación entera, y deberán votar consultando
únicamente la justicia y el bien común”, como rezaba el Artículo 105,
concisa y admirable disposición que sintetiza lo que debe ser el parlamento en
una democracia.
En cambio, ahora, con las tales “bancadas”, sus
miembros tienen que votar como digan sus “partidos”. Han dejado de ser
legisladores, para convertirse en peones de los cinco o siete caciques que son
quienes ordenan cómo votar, y por tanto, son los que ejercen efectivamente el
poder legislativo en una república clientelista.
Antaño, los congresistas percibían congruas
aunque exiguas dietas. La mayor parte de ellos vivían y morían decorosamente.
Para cualquier profesional bien preparado, asistir al Congreso era un sacrificio
patriótico. Hogaño, el congresista, con honrosas excepciones, no tiene que
preocuparse por inhabilidades éticas, ni debe acreditar ausencia de antecedentes
penales, ni preparación universitaria o experiencia profesional. Si por
excepción tiene un título, se aferra a la curul, porque jamás quiere volver al
bufete o al consultorio. La verdad es que, en las cámaras, el puñado de
congresistas idóneos siempre acaba apabullado por la chusma mayoritaria.
Como afortunadamente el doctor Duque no compra
las votaciones con auxilios parlamentarios y cupos indicativos, ahora no vale
la pena hablar del fantástico enriquecimiento de numerosos representantes del
pueblo durante el gobierno anterior, pero la retribución que reciben por encima
de la mesa causa escándalo: Tienen apenas $42´068.139= de ingreso mensual;
prima en junio de $12´000.000=, y otra en diciembre, de $24´000.000=; camioneta
blindada en Bogotá y otra en provincia; $37´000.000= mensuales para pagar su
séquito de secretarias, mozas y asistentes, antes de que se reanuden sus viajes
con viáticos vip por todo el mundo.
¿Necesita el país 268 individuos de más de cien
millones mensuales, para ejecutar las órdenes de sus caciques y dictar leyes de
muy pobre redacción e ínfima calidad jurídica?
Toda la razón asiste al iluso senador que ha
propuesto reducir el congreso a la mitad, disminución insuficiente, porque
mientras rija la ley de bancadas, el legislativo podría reducirse a seis o
siete miembros. Pero esa iniciativa está, obviamente, condenada al fracaso.
¿Puede el país, con el actual modelo de
congreso, salir
adelante?
***
To do the best of the bad job, como dicen los ingleses. Por
lo tanto, he disfrutado hasta donde es posible del cultivo del jardín, como
aconseja el padre del ensayo. Nada mejor entonces que acudir a los libros.
Aunque hay muchos “buenos”, la vida solo nos da tiempo para los “mejores” y no
para todos, por desgracia. Así que por estos días me he enfrascado en “La diplomacia
del ingenio. De Montaigne a La Fontaine” (Barcelona: Acantilado; 2011, 694
p.), obra tan tersa como erudita que nos cuenta cómo, para el siglo XVII, el
francés ya se había zafado del latín renacentista y se iba consolidando como
una de las lenguas más bellas y perfectas, emancipada de los cánones grecorromanos,
hasta entonces inmodificables, lo que se logró con obras imperecederas como las
de Montaigne, Vigènere, Descartes, Perrault, Boileau, Corneille, La Fontaine y
Molière, de las cuales surgen historiografía, memorias, novelas y poemas que
dan origen al esprit francés…
El autor de ese formidable libro, y de otros
tan provocativos como “La república de las letras”, “Cuando Europa
hablaba francés” y “El Estado cultural”, Marc Fumaroli, es además un
gran especialista de Chateaubriand. Ubicaré entonces sus libros en el mismo
rincón de la biblioteca reservado a las obras incomparables del memorioso vizconde.
***
En el universo de La Fontaine, los animales
hablan, piensan y actúan como los hombres. Una fábula colombiana podría
presentar a Claudia como un tigre, a Petro como una hiena y a Santos como un
virus…