miércoles, 29 de abril de 2020

Hacia la "economía de guerra"


Por José Alvear Sanín*

José Alvear Sanín
Cuando algunos empiezan a agitar el tema de “la economía de guerra” conviene hacer algunas consideraciones.

Nadie puede ser enemigo de la tridivisión del poder público, de la soberanía judicial o de la representación popular a través del parlamento, mediante elecciones libres, etc. No obstante, hay que analizar hasta dónde se invalidan las más convenientes instituciones, por aquello de que “si la sal se corrompe…”

Salir del actual túnel se presenta como la encrucijada mayor en la historia nacional. Cuando pase esta emergencia, el país empobrecido (con un desempleo aterrador, urgido de un desarrollo que saque de la miseria a millones), se encontrará con una pavorosa crisis fiscal, endeudado hasta el cogote, sin exportaciones y dependiente de las narcodivisas.

Este sobrecogedor panorama exige el gobierno más eficaz, lo que solo puede lograrse con unidad de mando. Quienes comienzan a hablar de economía de guerra tienen buena parte de razón, porque en guerra solamente puede haber un supremo, un generalísimo, un jefe único. Cuando una gran democracia se ve ante el abismo, no tiene solución distinta de ponerse en manos de un dirigente indiscutible. Frente a Hitler, para no ir más lejos, Gran Bretaña, sin sacrificar las libertades civiles propias de la dignidad humana, aceptó una dirección sobre la economía aun mucho más enérgica e inflexible que la del III Reich; y mientras duró el conflicto Mr. Churchill no aceptó contradicciones internas.

Volviendo a Colombia, Alberto Lleras en 1946, amenazado por una huelga subversiva y paralizante, notificó al país que había un solo gobierno, el suyo, en Bogotá…, cortés notificación que acaba de hacerle finalmente el doctor Duque a la gárrula, estridente, alocada, subversiva y expectante alcalde de Bogotá…

Pero el problema no está solo en la usurpación de funciones por parte de alcaldes. Cuando las medidas para recuperar un país deshecho empiecen a ser entorpecidas por un poder legislativo clientelista y por las “altas cortes”, corruptas y al servicio de la subversión, en vez de tener la dirección unitaria necesaria para realizar una tarea titánica, tendremos de nuevo un ejecutivo debilitado y un país avanzando de tumbo en tumbo hacia el despeñadero electoral de 2022, cuando las absurdas promesas populistas podrán imponerse con la mayor facilidad.

Cuando impera el orden constitucional, los tres poderes funcionan dentro de un deber-ser armónico. Pero en Colombia lo que tenemos es un desorden institucional, que si no se supera nos llevará al abismo.

Toca entonces hablar primero del congreso. Bajo la Constitución anterior a la de 1991, el legislativo actuaba dentro de ese deber-ser. Todos sus integrantes eran partidarios de la democracia y los congresistas debían deliberar en conciencia, porque “los individuos de una y otra cámara representan a la nación entera, y deberán votar consultando únicamente la justicia y el bien común”, como rezaba el Artículo 105, concisa y admirable disposición que sintetiza lo que debe ser el parlamento en una democracia.

En cambio, ahora, con las tales “bancadas”, sus miembros tienen que votar como digan sus “partidos”. Han dejado de ser legisladores, para convertirse en peones de los cinco o siete caciques que son quienes ordenan cómo votar, y por tanto, son los que ejercen efectivamente el poder legislativo en una república clientelista.

Antaño, los congresistas percibían congruas aunque exiguas dietas. La mayor parte de ellos vivían y morían decorosamente. Para cualquier profesional bien preparado, asistir al Congreso era un sacrificio patriótico. Hogaño, el congresista, con honrosas excepciones, no tiene que preocuparse por inhabilidades éticas, ni debe acreditar ausencia de antecedentes penales, ni preparación universitaria o experiencia profesional. Si por excepción tiene un título, se aferra a la curul, porque jamás quiere volver al bufete o al consultorio. La verdad es que, en las cámaras, el puñado de congresistas idóneos siempre acaba apabullado por la chusma mayoritaria.

Como afortunadamente el doctor Duque no compra las votaciones con auxilios parlamentarios y cupos indicativos, ahora no vale la pena hablar del fantástico enriquecimiento de numerosos representantes del pueblo durante el gobierno anterior, pero la retribución que reciben por encima de la mesa causa escándalo: Tienen apenas $42´068.139= de ingreso mensual; prima en junio de $12´000.000=, y otra en diciembre, de $24´000.000=; camioneta blindada en Bogotá y otra en provincia; $37´000.000= mensuales para pagar su séquito de secretarias, mozas y asistentes, antes de que se reanuden sus viajes con viáticos vip por todo el mundo.

¿Necesita el país 268 individuos de más de cien millones mensuales, para ejecutar las órdenes de sus caciques y dictar leyes de muy pobre redacción e ínfima calidad jurídica?

Toda la razón asiste al iluso senador que ha propuesto reducir el congreso a la mitad, disminución insuficiente, porque mientras rija la ley de bancadas, el legislativo podría reducirse a seis o siete miembros. Pero esa iniciativa está, obviamente, condenada al fracaso.

¿Puede el país, con el actual modelo de congreso, salir adelante?

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To do the best of the bad job, como dicen los ingleses. Por lo tanto, he disfrutado hasta donde es posible del cultivo del jardín, como aconseja el padre del ensayo. Nada mejor entonces que acudir a los libros. Aunque hay muchos “buenos”, la vida solo nos da tiempo para los “mejores” y no para todos, por desgracia. Así que por estos días me he enfrascado en “La diplomacia del ingenio. De Montaigne a La Fontaine” (Barcelona: Acantilado; 2011, 694 p.), obra tan tersa como erudita que nos cuenta cómo, para el siglo XVII, el francés ya se había zafado del latín renacentista y se iba consolidando como una de las lenguas más bellas y perfectas, emancipada de los cánones grecorromanos, hasta entonces inmodificables, lo que se logró con obras imperecederas como las de Montaigne, Vigènere, Descartes, Perrault, Boileau, Corneille, La Fontaine y Molière, de las cuales surgen historiografía, memorias, novelas y poemas que dan origen al esprit francés…

El autor de ese formidable libro, y de otros tan provocativos como “La república de las letras”, “Cuando Europa hablaba francés” y “El Estado cultural”, Marc Fumaroli, es además un gran especialista de Chateaubriand. Ubicaré entonces sus libros en el mismo rincón de la biblioteca reservado a las obras incomparables del memorioso vizconde.

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En el universo de La Fontaine, los animales hablan, piensan y actúan como los hombres. Una fábula colombiana podría presentar a Claudia como un tigre, a Petro como una hiena y a Santos como un virus…