sábado, 28 de marzo de 2020

La peste


Por Julio Enrique González Villa*

Julio Enrique González Villa
“Por ello, para remediar en cuanto de mí dependa las arbitrariedades de la fortuna, que más avara en consuelos se mostró con los más débiles, cual sucede con las delicadas mujeres, y para ayudar y ofrecer refugio a las que aman, porque a las otras les basta con la aguja, el huso y la rueca, me propongo contar cien cuentos, fábulas, parábolas, historias o como queramos llamarlas, relatadas durante diez días, en recatada reunión de siete doncellas y tres mancebos, durante la pasada plaga, y recordar, a la vez, algunas cancioncillas por ellos cantadas”. Así es el prólogo de Giovanni Boccaccio sobre su libro “El Decamerón”.

Hace la introducción de su famoso libro de la siguiente manera:

“Digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios había llegado el número de 1348, cuando en la egregia ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las de Italia, apareció la mortífera peste, nacida antes en los países orientales, que, fuera por la influencia de los cuerpos celestes o porque nuestras iniquidades nos acarreaban la justa ira de Dios para enmienda nuestra, se extendió de un lugar a otro y llegó en poco tiempo a Europa. De nada valieron las humanas previsiones y los esfuerzos en la limpieza de la ciudad por los encargados de ello, ni tampoco que se prohibiera la entrada a los enfermos que llegaban de fuera ni los buenos consejos para el cuidado de la salud, como ineficaces fueron las humildes rogativas, las procesiones y otras prácticas devotas. Casi al principio de la primavera del citado año, la mortífera peste hizo su aparición de una forma que yo llamaría prodigiosa, y no como lo hiciera en Oriente, donde una simple hemorragia en la nariz era indicio de muerte inevitable…”

“Ni consejo de médico ni virtud de medicina eran eficaces para curar la enfermedad; de modo que, o por no permitirlo la índole del mal o por la ignorancia de los curanderos ‒de los cuales, sin contar los médicos inteligentes, había considerable número, tanto en hombres como mujeres sin noción alguna de medicina‒, no conocieran de qué se trataba y, por consiguiente, no lo estudiaran debidamente, no sólo eran pocos los que sanaban sino que casi todos, al tercer día de aparecer las nefastas manchas, fallecían, a veces sin fiebre ni otros síntomas. Y fue mayor la intensidad de esa peste, por cuanto se contagiaba con rapidez, de enfermos a sanos, cual se extiende el fuego a las casas inmediatas a él. Más adelante aún, no sólo el frecuentar a los enfermos transmitía a los sanos la enfermedad u ocasión de común muerte, sino que incluso el tocar las ropas u otros objetos que aquéllos hubiesen tocado, o de que se hubiesen servido, era motivo de contagio. Sorprendente es lo que voy a contar ahora, que si los ojos de muchos y los míos no lo hubieran visto, apenas me atrevería a creerlo ni a escribirlo: tan grande era la fuerza contagiosa de esta peste, que no sólo pasaba de hombre a hombre, sino que llegaba aun a los animales, tan ajenos a la especie humana”.

Y más adelante continuaba Boccaccio:

“¡Cuántos grandes palacios, cuántos bellos edificios, cuántas nobles moradas llenas antes de familias, de hombres y mujeres, quedaron vacías hasta de su último servidor! ¡Cuántos linajes memorables, cuántas famosas riquezas quedaron sin sucesor! ¡Cuántos hombres valientes, cuántas hermosas mujeres, cuántos apuestos jóvenes, a quienes el mismo Galeno, Hipócrates o Esculapio habría considerado sanísimos, comieron por la mañana con sus parientes, amigos o compañeros, y cenaron por la noche con sus antepasados!”

No fue la primera gran peste en el planeta. En la época de Justiniano (Siglo V), emperador de Roma, también apareció una peste que acabó con cerca de cincuenta millones de personas. Tucídides escribe sobre la peste de Atenas en el siglo V antes de Cristo.

Hace muchos años leí un artículo, tal vez si no estoy mal por allá por 1974, que explicaba cómo la naturaleza misma hacía su propio control de la natalidad; viendo lo que está ocurriendo ahora con la pandemia del coronavirus, se me ocurre que los científicos citados pueden tener razón.

Lo cierto es que no es el fin del mundo, pero sí es un momento de gran reflexión. Se vienen grandes cambios: mucha gente morirá, empresas quebrarán, y vendrán nuevas oportunidades, nuevos líderes, nuevas tecnologías, nuevos ricos y nuevos pobres.

La humanidad tiene como concepto, al igual que la tierra, una gran capacidad de resiliencia; pero no seremos los mismos. Se vendrá una gran recesión, pues habrá un receso económico mundial.

Habrá un nuevo mundo, una nueva forma de ver las cosas. Aprenderemos tremendamente de la virtualidad, de las pequeñas cosas, del hogar. Tal vez es el momento de reencontrarnos con la familia, con la lectura, con la música; escribamos, pintemos (los que tienen esa virtud), volvamos a lo simple, recapacitemos.

Me ha sorprendido lo que he disfrutado dictando clase a través del computador y la disciplina de los estudiantes. Seis en punto de la mañana ¡y ahí están ellos!

Todavía recuerdo un episodio caricaturesco: la batalla entre el gran Merlín y la bruja Mim, en la Espada de Piedra que veía junto con mis hijas cuando eran pequeñas. Cada uno se convertía en un animal. Comenzaron con los más grandes: un elefante, un toro, una cabra, en fin… se probaban todas las formas, hasta que el mago se convirtió en un ser diminuto: un germen, una bacteria, que finalmente enfermó a Mim y la llevó a la lona (a la cama).

Nos sorprendió la peste nuevamente. ¿de dónde vino? Cada setecientos años parece volver. En alguna parte se guarda.

La bendición Urbi et Orbi del Papa me dejó impresionado: una plaza de San Pedro atestada de ausentes.

Volviendo a Boccaccio: recomiendo la lectura de “El Decamerón”. Los cuentos que se comprometieron a contarse siete mujeres y tres hombres que resolvieron aislarse en el campo mientras pasaba la peste. No importa que haya estado o no en el Índice. De todo hay que leer. ¡Leamos!