José
Leonardo Rincón, S. J.*
Eso nos lo han dicho hasta la saciedad, pero tercos e incrédulos como
somos, todavía pensamos que a nosotros no nos va a tocar esto de contagiarnos
del COVID19. Y la cosa va en serio.
En dos links que circulan por las redes sociales, puede uno informarse
en tiempo real sobre el crecimiento exponencial de la pandemia: es aterrador.
Mas lo que parece absurdo es que haya lugares en el mundo donde no se han
tomado medidas radicales para detener su expansión. Aquí ya se adoptaron, tarde
las principales, pero al menos se adoptaron, cuando pasamos de 1 a 500 casos
registrados en cuestión de pocos días. Resultan risibles, como lo que suele
ocurrir en Macondo, pues se pone en cuarentena todo el mundo, menos 34 casos
excepcionales que vienen a sumar mucha gente otra vez. Ayer a primera hora solamente
de lo que se puede contar, 90 mil personas habían hecho uso del servicio masivo
de transporte, sin contar los que van a pie, moto o carro por su cuenta. O sea,
potencialmente en riesgo mucha gente todavía, pues de llegar a contagiarse,
cada uno de ellos podrá hacerlo a su vez al menos a entre tres y diez más, como
mínimo.
Es verdad que no hay que anticiparse a la tragedia, pero tampoco
despectivamente minimizarla. Eso hicieron en otras latitudes y hoy lloran
arrepentidos su arrogancia, cuando diariamente cuentan por centenares sus muertos.
En Colombia no tenemos un diagnóstico veraz, solo aproximado. No se están
haciendo pruebas masivas de detección. Se están tratando de manejar domiciliariamente
los casos no graves. Es plausible la solidaridad de muchos para invertir en infraestructura
hospitalaria para atender la contingencia buscando menguar su previsible incapacidad.
No hay alarmismo para no aumentar la zozobra y el pánico que ya tienen muchos.
A punta de humor, como lo hemos hecho siempre, buscamos fortalecer nuestra
resiliencia.
Personalmente pienso que en tanto no haya cuarentena total para todos o
al menos casi todos, con toque de queda incluido, durante un mes por lo menos,
como lo hicieron en Wuhan, epicentro del problema, de fondo el problema no se
arregla. Habrá que determinarse con anticipación para buscar el oportuno
abastecimiento. Lo que me parece dolorosamente terrible es tener que decidir,
como ya se hace en muchos hospitales, quiénes vivirán y quiénes no. Me han
conmovido por estos días varios amigos jóvenes, conscientes de lo que viene,
quienes con crudo realismo me dicen: “si sobrevivo…”, “si salimos
vivos de esta…”, “si Dios me da otra oportunidad…”, “esperando
volver a verte…” Sin tragedias, espero, pero lo duro está por venir. Es la
verdad.
En tanto, y como si con lo que ya tenemos no fuese suficiente, tengo
fijados en mi mente y en mi corazón a cuatro personas amigas, agobiadas por el
cáncer y obviamente más vulnerables por estos días: Carmencita, una mujer
costeña que derrocha afecto por doquier; Luis, un joven médico paisa con hijas
aún pequeñas; Nancy, una mamá comunitaria en Bogotá, que desde su pobreza se
entrega a diario a decenas de niños; Carmen Inés, quien desde Tunja viaja a la
capital para hacerse sus quimios. Todos ellos quieren vivir, necesitan vivir. Dios
nos habla en todo esto, nos grita para que oigamos. “Ojalá escuchéis hoy su
voz y no endurezcáis vuestro corazón”, recita el salmista. “Que no
seamos sordos a su llamado”, nos invita Ignacio de Loyola en sus Ejercicios
Espirituales. Es nuestro turno. Todo esto es para nuestro bien.