José Leonardo Rincón, S. J.*
No recuerdo haber vivido antes en mi vida unos días como estos tan
cargados de ansiedad y estrés generalizados. Una epidemia china se convierte en
pandemia global que trastorna el mundo entero no solo a nivel sanitario sino con
devastadores efectos económicos. Para colmos, nuestra economía, tan dependiente
de los precios del petróleo, sufre los efectos de su caída reciente y coloca el
dólar a la inimaginada cotización que supera los cuatro mil pesos. Inverosímil.
El coronavirus conocido como COVID19 parecía ser un problema de otras
latitudes y con consecuencias similares a los de los famosos H1N1 o SARS o
ébola. De impacto, pero no tanto como para cobrar tantas vidas en tantas partes.
Lo grave fue cuando se fue extendiendo exponencialmente y trascendió fronteras.
Todavía parecía lejano hasta cuando llegó a nuestro continente y poco a poco
hasta nosotros aquí.
La indiferencia radica en relativizar tanto el asunto que no le damos la
importancia que merece, ni atendemos las sugerencias de cuidado que nos hacen.
Creernos inmunes o que no nos va a afectar puede resultar equívocamente
pretencioso y puede salirnos caro por irresponsables. A la par, adoptar una
postura cargada de pánico y terror, de paranoia exacerbada, que es el otro
extremo, igualmente es erróneo porque nos conduce a adoptar decisiones muy
costosas.
Me impacta profundamente ver que, con el paso de las horas, las medidas
se tornan más radicales. Ciudades enteras en cuarentena. La OMS la declara
pandemia. El Vaticano cierra la Basílica y la Plaza de San Pedro y además
pospone dos eventos internacionales sobre educación y economía. Trump cierra fronteras
aéreas con Europa. Se cancelan eventos artísticos y deportivos. Aquí, el
presidente ordena cancelar todos los eventos masivos. Bogotá se declara en
alerta amarilla. Las iglesias cierran o adoptan medidas restrictivas que nadie
entiende: no se puede dar la mano, no se pueden dar besos, solo un gesto lejano
y casi postizo. Nuestra universidad cancela ceremonias de graduación y otras
deciden dar sus clases no presenciales. El teletrabajo se extiende. La
movilidad por todos los medios se reduce. El comercio en todos sus frentes se
afecta. Las entidades financieras entran en estado de shock porque las bolsas
se derrumban. La economía entra en recesión. Esto es apocalíptico. ¿A qué punto
vamos a llegar?
La ponderación, la ecuanimidad, el equilibrio, la sindéresis, sería lo
correcto. “Ni tan cerca que queme al
santo, ni tan lejos que no lo alumbre”, enseña la sabiduría popular. Responsable
es tomar en serio todas las medidas preventivas. Irresponsable es exagerar más
de la cuenta. Algo me huele mal en todo este río revuelto. La enfermedad tiene
un perfil bien caracterizado pues tiene poblaciones y edades vulnerables como
objetivo. Muchos pueden contagiarse, pero no todos. Los índices de mortalidad parecen
altos, pero son infimos si se comparan con otras enfermedades que cobran más
victimas. No todos los infectados mueren. El mundo no se va acabar por esto ni
estamos ante una letal plaga egipcia. Me produce risa que se diga que “hasta el
18 de abril se toma X medida” como si la pandemia hubiese dicho: trabajo hasta
el 17. Ridículo. En tanto, otros aprovechan la coyuntura, como siempre, para
hacer su agosto anticipado en marzo, comprando acciones a huevo, haciendo
negocios con los aterrorizados que huyen buscando refugio en Saturno o Plutón. Seamos
serios. Digamos Sí a los hábitos saludables de comida e higiene, a tener las
endorfinas altas porque tener las defensas bajas es abrirle posibilidades al
virus. A cuidar a los mayores y los enfermos. Todo en su justo lugar. Ni indiferencia,
ni paranoia.