Por
José Leonardo Rincón, S. J.*
Las dinámicas organizacionales hoy día cobran auge gracias a la
implementación de los así llamados sistemas de gestión de calidad. Personalmente
soy un convencido de la bondad de los mismos y desde hace años no solo colaboré
en el comité técnico del Icontec que elaboró la GTC 200 para aplicar la norma
ISO 9000 a los colegios, sino que en las instituciones donde he trabajado, he
colaborado a instalar sistemas de calidad que garanticen la mejor prestación
del servicio,
Lo interesante de estos sistemas es que inspiran el mejoramiento
continuo. Prohibido apoltronarse y vivir de la renta por las glorias pasadas. Hoy
tenemos que ser mejores que ayer y mañana seremos mejores que hoy. Siempre
habrá que tomar en serio las oportunidades de mejora. Cuando en la auditoría
interna y/o externa se encuentren no-conformidades, ya mayores, ya menores, se
ha de activar inmediatamente un proceso de mejoramiento, si se quiere ser
certificados. Es, pues, una dinámica tan irreversible como exigente. No hay
cabida a la mediocridad cuando en la organización hay un espíritu de calidad.
Pues bien, eso que tan juiciosamente trabajan las empresas en todo el
mundo y que ponen en práctica sus colaboradores con tal de no verlas rezagadas
u obsoletas en un mundo competitivo, en nuestra Iglesia existe desde sus
orígenes a través de un tiempo como el que estamos viviendo estos días, la
cuaresma, esto es, una cuarentena personal e institucional para ejercitar en
nosotros mismos el control de calidad.
Como en las organizaciones, cada uno construye su propio sistema, es
decir, en ejercicio soberano de su libre albedrío, decide hacer con su vida lo
que quiera. Por supuesto que todos queremos lo mejor cuando tenemos claro
nuestro norte o direccionamiento estratégico que allá llaman visión, misión,
valores, etc. y que en nuestra vida equivale a la opción fundamental y el
sentido de la vida. El asunto es que ese deber ser choca con la cruda realidad
del ser y se producen inconsistencias, incoherencias, equivalentes a las
no-conformidades. A eso lo llamamos pecados. Pueden ser menores (veniales) o
pueden ser mayores (mortales). De ellas nos damos cuenta a través de las auditorías
internas (examen de conciencia) o de las auditorías externas (cuando otros nos
hacen caer en cuenta de nuestras fallas y errores). Frente a las primeras se
establecen oportunidades de mejora que pueden atenderse en un tiempo prudencial
pero, frente a las segundas, hay que tomar acciones correctivas urgentes e
inmediatas. Las entidades tienen entes certificadores y en nuestro caso el
certificador de calidad es el Señor y lo hará a cada uno en su momento
oportuno. Hay que estar atentos porque no sabemos ni el día ni la hora y muy
triste sería quedar descertificados (condenados).
Como ven, he hecho un intento de analogía para decir que por qué si en
las cosas materiales somos tan exigentes para pedir que haya calidad, ¿por qué
cuando se trata de nuestra propia vida y de tener la mejor calidad de vida
somos tan flexiblemente relajados, permisivos y alcahuetas, a punto de que por
serlo no somos felices? “El que quiere azul celeste que le cueste” significa,
ni más ni menos, que tenemos en este tiempo cuaresmal la oportunidad de ser
mejores seres humanos, mejores personas. Y que podemos ir desechando, poco a
poco, año tras año, nuestros defectos hasta lograr la santidad. Eso decía Tomás
de Kempis en la Imitación de Cristo. Y a eso nos invita nuestro CEO mayor: “sean
perfectos como el Padre Celestial es perfecto”. No solo de buena calidad.
No. Perfectos, santos, irreprochables. La cota es alta y podemos mostrar las
evidencias de una procesual conversión, si queremos, ¡claro!