José
Leonardo Rincón, S. J.*
Cada vez más admiro a la mayoría de nuestros ciudadanos que a diario
gastan entre dos y cuatro horas para trasladarse entre sus lugares de vivienda
y de trabajo. No sé si se ha hecho un cálculo técnico para contar esas horas,
multiplicarlas por miles y calcular en cuestión de números cuánto le cuestan al
país esas desperdiciadas horas-hombre de trabajo. Horas que podrían medirse
también como horas-calidad de vida; horas-descanso; horas-productividad; horas
familia…
No se necesita que caiga un fuerte aguacero que inunde las vías por un
alcantarillado taponado para que el tráfico colapse. Todos los días hay
embotellamientos, eso que llamamos trancones o tacos. La malla vial desde el
origen está mal trazada y resulta rota, estrecha e insuficiente. La
semaforización electrónica no está sincronizada. Motociclistas se atraviesan
por doquier, los ciclistas no usan las ciclorutas y los peatones desafían a los
vehículos lanzándose a la calzada sin el menor asomo de prudencia o cuidado.
El pico y placa fue una medida restrictiva que en Bogotá fracasó. En
otras ciudades observo que funciona racional y sensatamente porque al hacerla
flexible y rotativa, mejora la movilidad sin que la gente se vea motivada a
adquirir otro vehículo, resultando realmente pedagógica. En la capital se
cometió el craso error de hacerla fija en sus días y radical en su horario: el
negocio fue para los concesionarios que dispararon sus ventas pues el número de
vehículos se duplicó. Para colmos, una estúpida idea alienta a pagarle al fisco
el derecho de poder circular sin restricciones. Entonces uno se pregunta si
efectivamente el problema era disminuir el número de coches circulando o de
plata para alimentar la corrupción y pervertir la normativa.
Se ha querido controlar la velocidad y se advierte la detección
electrónica de la misma. Las cámaras fotográficas se exhiben amenzantes con la
expedición de foto comparendos. La tortuguesca dinámica cotidiana, ahora se ve
ralentizada con restricciones absurdas: obligar a andar a 50 kilómetros cuando
perfectamente se podría ir a 70 en los pocos corredores viales donde todavía podría
hacerse. Más ridículo lo que viví en esta semana en alguna de nuestras
carreteras: siendo de doble calzada obligan a los conductores ir a 30 o 40
kilómetros, cuando podría ser a 80 o 90 cuanto más. Lo ridiculo además estriba en
que los conductores obedecen en tanto pasan las cámaras, porque después aceleran
a fondo para recuperar el tiempo perdido. Mejor y más inteligente ejemplo lo
que vi en el Túnel de Oriente que comunica a Medellín con Rionegro en 18
minutos y donde la velocidad aumentó de 50 a 60 como mínima y de 60 a 70 como
máxima.
Tenemos, pues, una caótica movilidad. Bogotá fue declarada hace poco a
nivel mundial como la ciudad donde sus ciudadanos pierden más tiempo a diario para
trasladarse. Como ya estamos acostumbrados a ello, se nos volvió paisaje y no nos
emancipamos, pero es una realidad absurda y completamente dañina. El no haber
previsto y construido con tiempo un organizado sistema masivo de transporte nos
tiene en estas. Sin duda, un reto grande no solo para la administración distrital
sino también para el gobierno nacional pues, al fin y al cabo, esta es la
capital, puerta de entrada al país y supuesto referente de desarrollo. No lo es
ahora y no le queda más alternativa que serlo en el inmediato futuro. ¡Ojalá!