Por José Alvear Sanín*
Conviene hablar sobre una cierta manera de escribir
y enseñar la historia, que se ha puesto de moda en las últimas décadas.
En Colombia falta mucho por hacer y hay tanto
qué corregir, como en todas partes, pero a las nuevas generaciones se les ha
enseñado a considerar su patria como un país paupérrimo, explotado por el
imperialismo, dominado por una clase opresora (oligarquía), que chupa la sangre
del pueblo, mientras el “aparato represivo” mata, atropella y persigue. En esa
óptica, la conquista española fue atroz, la religión católica, una imposición
odiosa; la democracia representativa, una farsa; la historia patria, una
mentira, y nuestros estadistas, unos asesinos.
También hay una escuela teológica que en el
seminario ha sustituido, la teología por la sociología, la filosofía por la
dialéctica, la ascética por la sexología y la liturgia por la música pop.
En una serie de “facultades” de historia se
gradúan anualmente centenares de jóvenes cuya profesión será la enseñanza de la
asignatura bajo los postulados anteriores.
Una docena de catedráticos nacionales y una
caterva de “investigadores” extranjeros, producen regularmente libros cortados
por la misma tijera. Con acopio de citas de pie de página se remiten unos a
otros para repetir las mismas monsergas, en un lenguaje cargado de terminología
abstrusa. Esa producción copiosa deja un sedimento de frustración en la
juventud, de rechazo por las instituciones, generando un clima donde se
justifica y exalta la violencia guerrillera, el terrorismo político, el
secuestro extorsivo y todas las modalidades delictuales que se ponen al
servicio de la “revolución”.
Desde luego, excluyo a escritores sin
prejuicios políticos, como Roger Brew, Frank Safford y James Parsons, que han
hecho contribuciones fundamentales para la debida comprensión de nuestra
historia.
El triunfo, en dos palabras, de Gramsci, porque
no sirve el poder si no se domina el pensamiento de las personas y la cultura
de las naciones. En Colombia toda la enseñanza está confiscada por un
profesorado inculturado en el marxismo, que sigue transmitiendo una ideología
ya sepultada en los países que la padecieron por larguísimos años.
Cada día se sabe más de los increíbles extremos
de violencia y terror que impusieron a sus pueblos Lenin y Stalin, de los
incontables millones de muertos que exigió la creación del “hombre nuevo”, de
la indecible miseria de la vida en los países donde desapareció el estado de
derecho para ser sustituido por los abusos de una burocracia tan tiránica e incapaz
como corrupta.
Sin embargo, en nuestra patria seguimos
avanzando hacia las soluciones populistas que encontraron en el marxismo‑leninismo su más acabada realización.
De todas las falacias, repetidas mil veces por
ignorancia o deliberadamente, la más perniciosa resulta ser la de que Colombia
es un país violento. Los intelectuales marxistas han acuñado una expresión
incongruente, “Cultura de la violencia”, para caracterizar al país, y se ha
organizado una especialidad profesional, los “violentólogos”, para orientar a
los colombianos.
Durante 500 años América del Sur ha sido el
área más pacífica de la humanidad. Aquí no han sucedido guerras de religión
como las que azotaron a Europa dos siglos. Nunca una discusión política originó
el terror y la muerte que asolaron a Francia con su Revolución. Ningún Napoleón
dejó el país sin juventud, llevando a los muchachos a morir por todo un
continente. Ninguna revolución exterminó a los granjeros y mató de hambre un
diezmo de la población. Ningún Hitler ha gobernado en nuestro continente.
Pero vienen los profesores extranjeros a
dolerse de nuestra “violencia”, a magnificarla en sus cifras, analizándola en
doctos estudios para que sintamos perpetua vergüenza.
No puede tolerarse la falsedad que pretende que
nuestra historia ha sido solamente un baño de sangre. Al contrario, nuestra
laboriosa gente ha realizado, apenas en cien años, una de las transformaciones
económicas más grandes en la historia, con mínima violencia.
Por desgracia, los movimientos guerrilleros
comunistas y los grupos terroristas urbanos, con la simpatía y la solidaridad
de los nuevos historiadores de la inteligentsia
criolla, son los agentes de una creciente violencia, que ha hecho mella
pero no ha logrado detener nuestro progreso. La paz auténtica no se conseguirá
doblegando el país para entregarlo a minorías fanáticas.
La componenda con la subversión jamás será paz,
ni la verdadera historia podrá ser escrita por la fletada “comisión de la
verdad”.