lunes, 30 de diciembre de 2019

Sobre una cierta manera de hacer historia


Por José Alvear Sanín*

José Alvear Sanín
Conviene hablar sobre una cierta manera de escribir y enseñar la historia, que se ha puesto de moda en las últimas décadas.

En Colombia falta mucho por hacer y hay tanto qué corregir, como en todas partes, pero a las nuevas generaciones se les ha enseñado a considerar su patria como un país paupérrimo, explotado por el imperialismo, dominado por una clase opresora (oligarquía), que chupa la sangre del pueblo, mientras el “aparato represivo” mata, atropella y persigue. En esa óptica, la conquista española fue atroz, la religión católica, una imposición odiosa; la democracia representativa, una farsa; la historia patria, una mentira, y nuestros estadistas, unos asesinos.

También hay una escuela teológica que en el seminario ha sustituido, la teología por la sociología, la filosofía por la dialéctica, la ascética por la sexología y la liturgia por la música pop.

En una serie de “facultades” de historia se gradúan anualmente centenares de jóvenes cuya profesión será la enseñanza de la asignatura bajo los postulados anteriores.

Una docena de catedráticos nacionales y una caterva de “investigadores” extranjeros, producen regularmente libros cortados por la misma tijera. Con acopio de citas de pie de página se remiten unos a otros para repetir las mismas monsergas, en un lenguaje cargado de terminología abstrusa. Esa producción copiosa deja un sedimento de frustración en la juventud, de rechazo por las instituciones, generando un clima donde se justifica y exalta la violencia guerrillera, el terrorismo político, el secuestro extorsivo y todas las modalidades delictuales que se ponen al servicio de la “revolución”.

Desde luego, excluyo a escritores sin prejuicios políticos, como Roger Brew, Frank Safford y James Parsons, que han hecho contribuciones fundamentales para la debida comprensión de nuestra historia.

El triunfo, en dos palabras, de Gramsci, porque no sirve el poder si no se domina el pensamiento de las personas y la cultura de las naciones. En Colombia toda la enseñanza está confiscada por un profesorado inculturado en el marxismo, que sigue transmitiendo una ideología ya sepultada en los países que la padecieron por larguísimos años.

Cada día se sabe más de los increíbles extremos de violencia y terror que impusieron a sus pueblos Lenin y Stalin, de los incontables millones de muertos que exigió la creación del “hombre nuevo”, de la indecible miseria de la vida en los países donde desapareció el estado de derecho para ser sustituido por los abusos de una burocracia tan tiránica e incapaz como corrupta.

Sin embargo, en nuestra patria seguimos avanzando hacia las soluciones populistas que encontraron en el marxismoleninismo su más acabada realización.

De todas las falacias, repetidas mil veces por ignorancia o deliberadamente, la más perniciosa resulta ser la de que Colombia es un país violento. Los intelectuales marxistas han acuñado una expresión incongruente, “Cultura de la violencia”, para caracterizar al país, y se ha organizado una especialidad profesional, los “violentólogos”, para orientar a los colombianos.

Durante 500 años América del Sur ha sido el área más pacífica de la humanidad. Aquí no han sucedido guerras de religión como las que azotaron a Europa dos siglos. Nunca una discusión política originó el terror y la muerte que asolaron a Francia con su Revolución. Ningún Napoleón dejó el país sin juventud, llevando a los muchachos a morir por todo un continente. Ninguna revolución exterminó a los granjeros y mató de hambre un diezmo de la población. Ningún Hitler ha gobernado en nuestro continente.

Pero vienen los profesores extranjeros a dolerse de nuestra “violencia”, a magnificarla en sus cifras, analizándola en doctos estudios para que sintamos perpetua vergüenza.

No puede tolerarse la falsedad que pretende que nuestra historia ha sido solamente un baño de sangre. Al contrario, nuestra laboriosa gente ha realizado, apenas en cien años, una de las transformaciones económicas más grandes en la historia, con mínima violencia.

Por desgracia, los movimientos guerrilleros comunistas y los grupos terroristas urbanos, con la simpatía y la solidaridad de los nuevos historiadores de la inteligentsia criolla, son los agentes de una creciente violencia, que ha hecho mella pero no ha logrado detener nuestro progreso. La paz auténtica no se conseguirá doblegando el país para entregarlo a minorías fanáticas.

La componenda con la subversión jamás será paz, ni la verdadera historia podrá ser escrita por la fletada “comisión de la verdad”.