Por John Marulanda*
La guerra, el combate, son realidades
inherentes a la carrera de las armas y es obligación del militar profesional “sacrificar su vida cuando sea necesario”,
aunque “no estamos
haciendo referencia al servicio militar obligatorio”, dice desde Bogotá una deslucida Corte Constitucional, mientras un celular
filmaba a un joven soldado llorando, no sabemos si por miedo o por frustración,
en medio de descargas de fusilería en Valdivia.
La cercanía de la muerte naturalmente causa temor, pero la dureza del
entrenamiento, anormal para cualquier otra profesión y mirada como excesiva por
desconocedores o sensibleros, busca preparar al militar para cuando la balacera
reviente y la explosión aturda la conciencia. Un soldado llorando en medio de
un hostigamiento, deja dudas acerca de su entrenamiento y sobre su comandante.
Pero el desasosiego del soldado Jeremías
va más allá, cuando pregunta dónde está la paz. Distraído arrancando matas de
coca —otros como él están cuidando frailejones—, lo emboscan y le asesinan a su
Cabo. Se siente engañado. Es el desengaño y la desorientación a la que llevaron
a los uniformados durante ocho años de maromería política y falso
apaciguamiento. Si nuestro ejército bicentenario ha sido catalogado como uno de
los mejores, pero sus soldados lloran durante una escaramuza o se dedican a
filmar videos en vez de usar sus armas, y si la aceptación de la ciudadanía a
la institución está en su punto más bajo en 15 años, algo va mal. Empezando por
la descarriada justicia que afecta a nuestros combatientes.
En estos momentos de complejidades
estratégicas y geopolíticas, los riesgos para Colombia son reales y crecientes.
Frente a esas amenazas, la multimisionalidad de nuestro ejército debe regresar
a las carpetas académicas y teóricas de burócratas y nuestros soldados y
comandantes deben aplicarse a frenar y neutralizar la manguala
narco-marxista-leninista que avanza hacia el poder sostenida en los leoninos
acuerdos habaneros y alentada por Caracas.
Poco después del video del lacrimoso
Jeremías, me llegó otro, con un payasudo gordiflón militar venezolano berreando
lemas políticos envueltos en órdenes de batalla: de esos chuscos militares
venezolanos, cualquier cosa se puede esperar. Urge, pues, recuperar ese orgullo
y ese perrenque que le han permitido al bicentenario evitar repetidamente la
caída de la patria en manos de timochencos, santriches y marques, al tiempo que
le han granjeado celos, envidias y odios. En la vertiginosa
desinstitucionalización actual, soldados sollozando son una advertencia de que
nos podríamos despeñar, peor que Venezuela.