viernes, 9 de agosto de 2019

Siembra vientos y...


Por José Leonardo Rincón, S. J.*

P José Leonardo Rincón, S. J.
¡… y cosecharás tempestades! Es el adagio popular que se me vino a la mente de forma inmediata, una vez se supo de la segunda matanza en Estados Unidos hace unos días. Lamentable y dolorosamente nos vamos acostumbrando a este tipo de actos recurrentes en el país del norte donde, apenas pasa, todo el mundo se rasga las vestiduras, llora, se lamenta, protesta y… al final… las cosas siguen lo mismo.

Las armas no son juguetes para niños y la desaforada carrera armamentista no es tampoco un torneo deportivo. Créanme que no entiendo para qué todo esto en una sociedad que cacarea ser muy civilizada, pero que en el fondo no ha dejado de ser troglodita. Las armas son para matar, así de escueto, así de simple. Supuestamente existen para defenderse de una agresión, pero potencialmente lo son también para intimidar, hacer sentir el excesivo uso de la fuerza y para hacer daño.

Siempre me han espantado estos artefactos y los observo de lejitos y hasta con miedo. El solo tomarlos en mis manos me parecía indeseable hasta que una vez, invitado por una persona amiga, con alto rango en su fuerza al servicio del Estado, finalmente lo hice para practicar polígono. Fue una pistola y yo no sé si era por el susto o porque en verdad era así, pero me pareció un objeto pesado y nada fácil de sostener. Después de los primeros disparos que debieron terminar en los cuernos de la luna, sorprendentemente resulté acertando en el blanco y por ahí conservo de recuerdo los pliegos de la diana con la evidencia de mi exitosa jornada como tirador. Nunca más me interesó el asunto y he vuelto a mi postura de ser enemigo declarado del armamentismo, un auténtico negocio global que, junto con el narcotrafico y el negocio de los farmacéuticos, son las tres mafias más grandes del mundo.

Y es que en esto que acabo de afirmar estriba la perversa razón de la existencia de estos mortíferos objetos. Es un lucrativo y creciente negocio para sus productores, que no puede cesar, que no se puede almacenar y que debe fluir en el gasto cotidiano. Por eso, muchas veces, he afirmado que la guerra es un negocio, un sucio negocio, que tanto a productores como consumidores conviene mantener. La paz, para esta gente, no es rentable, el conflicto sí, porque el negocio se mueve: más pistolas, más fusiles, más balas, más cañones, tanques, aviones, misiles. Más mercenarios de la muerte, más empleo. No importa que muchos mueran, simplemente son fichas que fácilmente se reemplazan. Es un juego para ellos, un juego macabro. Lo importante es lucrarse, por eso se les vende a unos y otros, por igual. El proveedor es el mismo para los dos bandos. Todos ganan. Negocio redondo.

Por eso, en el país del Tío Sam, no van a cerrar el negocio de la venta pública de armas. ¿Se imaginan cuánto crecería el desempleo? Es que cualquiera puede ir a la tienda a comprar armas como si fuera artículo de supermercado. ¿Para qué diablos? Eso lo han hecho todos los desequilibrados mentales que cuando se les alborota su patológico comportamiento se dedican a matar indiscriminadamente. Por eso, siempre, la cantidad de muertos. No eran sus enemigos personales, simplemente gente inerme, indefensa, que se convirtió en blanco, en objetivo. Y, repito, no pasa nada. No tengo idea si los familiares de las víctimas han demandado las permisivas leyes que respecto de la compra y porte de armas existen. No lo sé. Tampoco, si alguna vez lo hicieron, qué resultado obtuvieron. El hecho es que no ha pasado nada y pareciera que no va a pasar nada. ¡Increíble!

Son vientos nefastos esos, por ellos mismos. Lo que me parece más grave aún es que esos vientos crezcan o se aumenten con los discursos presidenciales potenciando el nacionalismo radical: “America first”, el rechazo y maltrato a los inmigrantes (la mayoría olvida sus propias raíces), la discriminación racial, la homofobia, la loca idea de levantar el muro con México, la guerra comercial con China y sus rifirrafes con Rusia, el volver a considerar las Bananas Republics como el patio trasero, el desprecio generalizado por Oriente, en pocas palabras, el sentirse dueño del mundo. Me da pena decirlo, pero no solo un país, sino el mundo entero está en manos de alguien que, en un momento dado, se le alborota su megalomanía y acaba con medio planeta. Fascinado en su egolatría siembra vientos para cosechar tempestades de las que sueña salir airoso, pero donde todos perderemos.

Señores, señoras: estamos mal. Estamos graves. Tan enfermos los unos como los otros. Si he criticado el norte no es porque en el sur estemos mejor. Si he criticado occidente no es porque oriente esté mejor. Si he criticado las derechas no es porque las izquierdas sean mejores. La cuestión es: ¿hasta cuándo vamos a seguir así? Supongo que hasta que se desenlace una catástrofe global y los pocos que queden, refunfuñando, se sienten a repartirse lo que quede, para más adelante repetir la historia. Esa es la condición humana, esa es su finitud. Siembra vientos y cosecha tempestades. Lamentablemente.