Por
José Leonardo Rincón, S. J.*
¡… y cosecharás tempestades! Es el adagio popular que se me vino a la
mente de forma inmediata, una vez se supo de la segunda matanza en Estados
Unidos hace unos días. Lamentable y dolorosamente nos vamos acostumbrando a
este tipo de actos recurrentes en el país del norte donde, apenas pasa, todo el
mundo se rasga las vestiduras, llora, se lamenta, protesta y… al final… las
cosas siguen lo mismo.
Las armas no son juguetes para niños y la desaforada carrera
armamentista no es tampoco un torneo deportivo. Créanme que no entiendo para
qué todo esto en una sociedad que cacarea ser muy civilizada, pero que en el
fondo no ha dejado de ser troglodita. Las armas son para matar, así de escueto,
así de simple. Supuestamente existen para defenderse de una agresión, pero
potencialmente lo son también para intimidar, hacer sentir el excesivo uso de
la fuerza y para hacer daño.
Siempre me han espantado estos artefactos y los observo de lejitos y hasta
con miedo. El solo tomarlos en mis manos me parecía indeseable hasta que una
vez, invitado por una persona amiga, con alto rango en su fuerza al servicio
del Estado, finalmente lo hice para practicar polígono. Fue una pistola y yo no
sé si era por el susto o porque en verdad era así, pero me pareció un objeto
pesado y nada fácil de sostener. Después de los primeros disparos que debieron
terminar en los cuernos de la luna, sorprendentemente resulté acertando en el
blanco y por ahí conservo de recuerdo los pliegos de la diana con la evidencia
de mi exitosa jornada como tirador. Nunca más me interesó el asunto y he vuelto
a mi postura de ser enemigo declarado del armamentismo, un auténtico negocio
global que, junto con el narcotrafico y el negocio de los farmacéuticos, son
las tres mafias más grandes del mundo.
Y es que en esto que acabo de afirmar estriba la perversa razón de la
existencia de estos mortíferos objetos. Es un lucrativo y creciente negocio
para sus productores, que no puede cesar, que no se puede almacenar y que debe
fluir en el gasto cotidiano. Por eso, muchas veces, he afirmado que la guerra
es un negocio, un sucio negocio, que tanto a productores como consumidores
conviene mantener. La paz, para esta gente, no es rentable, el conflicto sí,
porque el negocio se mueve: más pistolas, más fusiles, más balas, más cañones,
tanques, aviones, misiles. Más mercenarios de la muerte, más empleo. No importa
que muchos mueran, simplemente son fichas que fácilmente se reemplazan. Es un
juego para ellos, un juego macabro. Lo importante es lucrarse, por eso se les
vende a unos y otros, por igual. El proveedor es el mismo para los dos bandos.
Todos ganan. Negocio redondo.
Por eso, en el país del Tío Sam, no van a cerrar el negocio de la venta
pública de armas. ¿Se imaginan cuánto crecería el desempleo? Es que cualquiera
puede ir a la tienda a comprar armas como si fuera artículo de supermercado. ¿Para
qué diablos? Eso lo han hecho todos los desequilibrados mentales que cuando se
les alborota su patológico comportamiento se dedican a matar
indiscriminadamente. Por eso, siempre, la cantidad de muertos. No eran sus
enemigos personales, simplemente gente inerme, indefensa, que se convirtió en
blanco, en objetivo. Y, repito, no pasa nada. No tengo idea si los familiares
de las víctimas han demandado las permisivas leyes que respecto de la compra y
porte de armas existen. No lo sé. Tampoco, si alguna vez lo hicieron, qué
resultado obtuvieron. El hecho es que no ha pasado nada y pareciera que no va a
pasar nada. ¡Increíble!
Son vientos nefastos esos, por ellos mismos. Lo que me parece más grave
aún es que esos vientos crezcan o se aumenten con los discursos presidenciales
potenciando el nacionalismo radical: “America first”, el rechazo y
maltrato a los inmigrantes (la mayoría olvida sus propias raíces), la
discriminación racial, la homofobia, la loca idea de levantar el muro con México,
la guerra comercial con China y sus rifirrafes con Rusia, el volver a
considerar las Bananas Republics como el patio trasero, el desprecio
generalizado por Oriente, en pocas palabras, el sentirse dueño del mundo. Me da
pena decirlo, pero no solo un país, sino el mundo entero está en manos de alguien
que, en un momento dado, se le alborota su megalomanía y acaba con medio
planeta. Fascinado en su egolatría siembra vientos para cosechar tempestades de
las que sueña salir airoso, pero donde todos perderemos.
Señores, señoras: estamos mal. Estamos graves. Tan enfermos los unos
como los otros. Si he criticado el norte no es porque en el sur estemos mejor.
Si he criticado occidente no es porque oriente esté mejor. Si he criticado las derechas
no es porque las izquierdas sean mejores. La cuestión es: ¿hasta cuándo vamos a
seguir así? Supongo que hasta que se desenlace una catástrofe global y los
pocos que queden, refunfuñando, se sienten a repartirse lo que quede, para más
adelante repetir la historia. Esa es la condición humana, esa es su finitud. Siembra
vientos y cosecha tempestades. Lamentablemente.