José
Leonardo Rincón, S. J.*
Por estos días, varias parejas amigas están celebrando sus aniversarios
de vida matrimonial: 25, 30, 50… años de vivir juntos… una grata noticia que
para muchos no deja de ser sorprendente, por no decir, increíble.
Y es que en un mundo donde todo es desechable, el matrimonio también lo
es. Las cifras no son halagüeñas: de cada 10 matrimonios católicos, antes de
dos años, 6 se han separado. Para colmos, Colombia es el primer país del mundo
donde la gente no quiere casarse. Le hemos hecho tan mala fama a contraer
nupcias que se habla jocosamente de “matricidio”, se despide a los solteros casi
que haciendo luto por la pérdida de libertad que van a tener y es abrumadora la
cantidad de memes y chistes para dejarlo en ridículo, veamos sólo cuatro:
*“Estos 10 años contigo me han parecido como 10 minutos… ¡debajo del
agua!”
*“Padre, me vengo a confesar de que estoy casado. Hijo, pero eso ¡no
es pecado! Entonces, padre, ¿por qué estoy tan arrepentido?
*“Mi apreciado amigo Pedro, después de muchos años de sufrimiento,
finalmente descansa en paz. El cuerpo de su esposa será velado hoy a partir de
las 16 horas…”
*“Había una vez un hermoso príncipe, que le preguntó a la bella
princesa: ¿te quieres casar conmigo? Y ella le respondió: ¡Noooo! Y el príncipe
vivió feliz por siempre…”
Son chistes, pero en el fondo expresan que el matrimonio no deja de ser
algo duro de vivir. “Con razón, ustedes los curas viven felices, claro, no
están casados”, alguien me dijo una vez.
El hecho es que cuando me buscan parejas de jóvenes palomos enamorados
para que los case, comienzo por advertirles que está mal dicha la expresión:
“a mí me casó el padre tal”. No, uno no los casa, uno presencia el
matrimonio, es decir, uno es apenas testigo de tal acontecimiento. Quienes se
casan son ustedes. El matrimonio es una institución antropológica y sociológica
que ha existido desde siempre y a la que Jesucristo y su Iglesia le dan el
carácter de sacramento excelso del amor humano. Además, es el único de los
siete sacramentos donde el ministro no es el diácono, presbítero u obispo, sino
la pareja misma de contrayentes. A propósito, otra nota de humor entre una
pareja de ancianos esposos: “Amor, le dice la señora, ¿sabes que murió el
padre que nos casó? Y contesta el viejo: ¡el que la hace la paga!”. Ya
saben entonces, dónde recae la responsabilidad.
Enseguida, trato de disuadirlos de su decisión: ¿para qué quieren
casarse, para separarse pronto, cuando descubran que dizque no son compatibles?
Para esa gracia, firmar un contrato a término fijo con cláusulas bien claras y
así se ahorran todo ese platal de la boda y el show comercial que a su
alrededor han inventado. Pero ellos tercamente insisten: “Es que queremos
hacerlo delante de Dios y que Él nos bendiga”. Ahhhhh eso es otra cosa, eso
es diferente, ahí sí está el meollo del asunto. Las cosas como son. Nada más
parecido a Dios mismo en su Trinidad santísima que el matrimonio, donde los
tres, siendo personas distintas, confluyen en una única unidad. Ella, Él, el
Amor mismo de Dios. ¡Qué realidad tan sublime!, ¡qué maravillosa resulta esta
unión cuando Dios está en medio y se constituye en ese “pegamento” que los
ayuda a estar unidos, dando razón y sentido, dando fortaleza y ánimo,
permitiendo vivir real y no dulzarrona o románticamente lo que es el auténtico
amor, como bellamente lo describe San Pablo a los Corintios.
Insisto mucho en la importancia de conocerse a fondo para no quedarse en
el barniz externo de las apariencias. Todo eso se cae algún día, se
desenmascara, se pone en evidencia la cruda realidad. El matrimonio no es entre
ángeles sino entre seres humanos cargados de fragilidades y limitaciones. No
entre seres perfectos, pero si perfectibles en la medida que se propongan
crecer y madurar juntos.
De manera que lograr llegar a estos aniversarios es un auténtico
testimonio de fidelidad y perseverancia. ¿Quién dijo que estos años han sido
fáciles? Bástele preguntarles para corroborar que lo dicho en la fórmula de los
votos ha sido cierto: en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y
tristezas, en la riqueza y la pobreza… quienes lo han vivido saben que bien
valió la pena. Y yo le doy gracias a Dios por todas esas parejas que han
caminado juntas por años, han trasegado caminos de todo tipo, han luchado por
salir adelante en pareja, se han enriquecido con la bendición de los hijos, no
han claudicado ante las dificultades. Dios ha ocupado un puesto relevante en
sus vidas. La fe los ha sostenido, la esperanza los ha alentado y el amor los
ha nutrido. El matrimonio también es una vocación y de realizarse es para ser
felices en ella. El que quiere azul celeste, que le cueste. ¡Vale la pena!