José Leonardo Rincón, S.
J.*
Quienes
pensaban que la antropofagia había sido superada y que era cuestión de algunas
tribus indígenas en otras latitudes, o de películas como la de Hannibal Lecter,
o de extremo recurso empleado por algunos para poder sobrevivir en Los Andes
australes, se equivocan. El canibalismo existe todavía y está más en auge de lo
que uno se podría imaginar. Por supuesto, no de modo literal, sino como manera de
proceder en el ámbito cotidiano.
De la
segunda lectura de la eucaristía dominical pasada, precisamente me llamó la
atención esta frase de San Pablo a los Gálatas: “…si se atacan como fieras, terminarán
devorándose unos a otros” (Ga 5, 15). Sin duda, es un recurso literario,
pero también un retrato de lo que pasaba entonces y sigue pasando ahora: el
delicioso, por no decir exquisito, placer de comer prójimo, que algunos llevan
al extremo: matan y comen del muerto.
Generalmente
esta práctica está extendida por todas partes, quizás más notoria en unas
partes que en otras. Otrora echaban el cuento de que, en nuestro país, por
ejemplo, había subculturas o regiones donde la gente era frentera y directa, en
tanto en otras, era solapada e hipócrita. Puro cuento, puros clichés
culturales. En todas partes hay de todo. Personalmente conozco prácticamente
todo el país y he vivido por años en muy diversas regiones. En todas, he visto
de todo, de manera que el cuentico aquel, he ratificado que era eso, cuento.
El
canibalismo criollo se alimenta de lo políticamente correcto. Ya hablamos el
otro día de las náuseas que me provocan quienes defienden y justifican tan
postizo comportamiento. En el feliz meme que circula por las redes sociales, la
niña le pregunta a la mamá qué significa ser políticamente correcto y la aguda
y sabia madre le responde: “renunciar a tu propio criterio para conseguir la
falsa aceptación de una mayoría de imbéciles”. De manera que hacer lo
contrario es un error estratégico para los carreristas y cortesanos obsecuentes
que pululan buscando trepar en sus aspiraciones de poder, por ejemplo.
Personalmente
no me ha ido bien siendo sincero, claro y directo. Corrijo: o me ha ido muy mal
o me ha ido muy bien. Por eso los odios y también los amores. Por eso, la
imposibilidad de ser “monedita de oro” o “perrito de toda boda” para todos. Por
más que uno camine como pisando huevos o se ponga guantes de seda, se pisan
callos, se vuelve incómodo. Ser honesto y transparente resulta costoso y
termina pasando factura. Es mejor no decir lo que realmente se piensa, al menos
de frente. Se consideraría por algunos ser maduro y prudente, ¡qué aberración!
Podría traer
a colación decenas de ejemplos de esos que a diario observa uno en la
convivencia humana donde a la persona le dicen una cosa en su cara y apenas
voltea la espalda comentan en corrillo otra completamente distinta. Eso es el
canibalismo, la absoluta incapacidad de decir las cosas como son, a quien tiene
que decírselas, en el momento oportuno, del modo correcto, en el lugar
indicado. Recuerdo a un notable conferencista que tuvo un debate público con
otro no menos importante. Al final, en el círculo de “amigos”, le criticaban
sus posturas, haber abordado asuntos en su concepto erráticos, pero apenas el
referenciado hizo su aparición, los cínicos aquellos lo felicitaron: ¡estuviste
maravilloso, qué exposición tan brillante, te luciste! ¿A quién creerle: a los
caníbales aquellos o a los políticamente correctos?
La cuestión
pareciera ser patológica, pero hay quienes la defienden y hasta justifican como
natural y obvia en personas que, impotentes para mostrarse auténticos, necesitan
desahogarse drenando su veneno de esta manera. No me parece. No comparto, no me
gusta, me incomoda, me fastidia rajar de la gente: del vestido que lleva, de su
físico, de su manera de ser, de las cosas que tiene, de la forma como habla, de
lo que hizo o dejó de hacer… nunca de frente, siempre a sus espaldas, casi
siempre acompañado de comportamientos hipócritas. Podrá existir y ser muy
socorrida la práctica, pero comer prójimo me hace daño, me cae pesado, me
indigesta.
Nada más
hermoso y más grato que ser como Natanael, aquel de quien Jesús dijo que era un
israelita de verdad, porque en él no había engaño. Nada más satisfactorio que
ser uno mismo expresando lo que uno piensa y siente, sin máscaras rituales, sin
lenguas viperinas, sin antropofágicos banquetes donde despellejan a los demás y
se los comen enteritos. Nada mejor que decir las cosas de frente. Eso tiene su
costo político, pero se duerme mejor, no hay gastritis, no hay migrañas y,
sobre todo, se siente uno auténtico y muy libre.