José
Leonardo Rincón, S. J.*
Terminó el campeonato local y nos aprestamos a la Copa América. No hubo
mucho tiempo de tregua en esa pasión que congrega a cientos de miles, millones,
de qué llamar: ¿espectadores?, ¿hinchas?, ¿fanaticada? ¡Todo eso! Puede ser en
la calle del barrio, en una modesta e improvisada cancha, o puede ser en un
estadio monumental. En cualquier caso, hay que sudar la camiseta, hay afán de
ganar, por eso las ganas, los sufridos amores, las sorpresas inesperadas, las decepciones,
la dificultad de ser objetivos, los que nunca han sido técnicos, pero saben muy
bien lo que hay que hacer… el fútbol es vida, es un fiel y aleccionador retrato
de la vida.
Mi equipo, el rey de Copas, viene viviendo de la renta. Se ha adormilado
en sus laureles, se ha comido el cuento de que es el mejor y desde hace rato se
me asimila a un electrocardiograma: con subidas y bajadas, gana con tenacidad
los partidos más complicados y pierde los fáciles. Por suerte regresa el
técnico con el que ha ganado más copas, porque los tres últimos figurones no
han podido.
El equipo que ganó todo durante el semestre, el primero de la tabla, el
cantado campeón, subió como palma y cayó como coco. Aguó su fiesta y en la
puerta del horno se le quemó el pan. ¿Se le acabó la gasolina o le pasó lo de
la liebre con la tortuga? Para sorpresa de todos, quedó tirado en la recta
final.
En la final, final apoyamos a los cuyigans y vimos en pocos minutos la
misma película que acabamos de describir: de la gloria a la tragedia. Porque
cuando se está arriba, así sea temporalmente, hay que ser humildes. Pero la
soberbia pudo más y en un pestañeo se retornó al abismo. Ese postrer gol hizo
renacer la esperanza. Se logró aprovechando un descuido del defensa que nunca
debió descuidarse (¿vieron la cara de amargura del pobre muchacho que estuvo a
punto de ver morir a su tiburón?). Todo iba parejo en los tiros desde el punto
penal, hasta que el viejo zorro del arquero desestabiliza emocionalmente, en el
momento crucial, al fugaz héroe de la noche, quien convencido de que como él no
hay otro, lo manda callar y es quien termina mudo para siempre al ver como su
balón va a parar a los cuernos de la luna.
Al técnico ganador que como jugador ganó su primera estrella y como
técnico lleva tres, le han prometido en Curramba la bella, que le van a hacer
una estatua. Creo que se la merece, pero no tengo claro si por todas estas
conquistadas estrellas obtenidas a última hora o si porque los Char lo han
hecho ver estrellas en ocho oportunidades que lo han sacado echado por la
puerta de atrás y cuando los escualos están a punto de naufragar vuelven a
llamar al viejo lobo de mar. No he podido entender ese jueguito.
Y en las canchas, por aquí y por allá, vimos de todo. Al mediocre parado
que se gana el sueldo sin sudar la camiseta, un verdadero petardo en tres
velocidades: lento, más lento y parado. Juega en el equipo de las estatuas pero
podría ya jubilarse antes de los 30. También hemos visto al mañoso artista que
no logró llegar a Hollywood pero que es merecedor candidato a un Oscar: ese que
vive tirándose al suelo, retorciéndose de dolor, que si no hace echar al
contrincante al menos lo hace premiar con amarilla y, de pronto, en un
instante, cuál Lázaro resucitado, se levanta sano y sonriente. Descarado. Por
ahí mismo andan el que le gusta colgarse de las camisetas de sus contrarios,
pega el codazo o el puntapié cuando nadie lo ve (solo los millones de
televidentes) y el marcador que contratan para dar pata ventiada y lesionar
“accidentalmente” a los otros.
Estamos ad-portas de la Copa América. Se supone que con tantos años de
aprendizaje hemos aprovechado todas esas lecciones. Se supone. Vamos a ver. Con
Queiroz nos está yendo bien. Llegamos como uno de los favoritos, pero eso no
garantiza nada en tanto no se muestren resultados. No hay rivales pequeños y
tampoco equipos chicos. La vida te da sorpresas y no hay que confiarse
demasiado. El fútbol es un reflejo de la vida. Lo que hemos visto y vivido nos
deja enseñanzas que bien vale la pena aprovechar.