José
Leonardo Rincón, S. J.*
El cuento ese de que hay gente que tiene como lema: “primero yo, segundo yo…y de últimas yo” no es tan cuento, ni es
reforzado, ni mucho menos es increíble. ¡Es real!
Conocidos los detalles del absurdo accidente del avión ruso que se
incendió en su parte trasera y que le costó la vida a 41 personas, lo que uno
no puede creer es que estas muertes hayan sido tantas precisamente porque un
señor se empecinó en bajarse del avión con su equipaje de mano que tenía en el
compartimento superior y hasta que no lo hizo a su ritmo y como quiso no se
movió durante interminables y fatales segundos que habrían podido salvar más
vidas. La reprochable actitud egoísta de este señor no concluyó ahí. Una vez en
el aeropuerto se fue al counter de la aerolínea a exigir le devolvieran el
dinero de su tiquete y a reportar el mal trato que había sufrido de parte de la
tripulación que a gritos le exigía no obstaculizar la apremiante evacuación del
avión en llamas. Con razón las autoridades locales debieron custodiarlo ante la
multitud que quería lincharlo.
Pero él no fue la única infeliz estrella de tan inverosímil película. Se
supo también que otros pasajeros contribuyeron de similar manera al desastre y
a que se cremaran sus compañeros de viaje, al detenerse unos instantes a
tomarse sus selfies y a registrar con fotos y videos cómo ardía la aeronave en
tan histórica como trágica jornada. Hasta dónde somos capaces de llegar. Como
para no creerlo, ¿verdad?
Eso ocurrió esta semana en Rusia, pero por Macondo ocurre a diario. Ya
he sabido el caso de dos personas amigas, una de ellas secretaria en la
facultad donde trabajábamos, a quienes en Transmilenio, caídas ellas por
accidente al entrar a los buses articulados, literalmente, les pasaron por
encima, pisoteándolas y machacándolas, sin importarles nada, porque había que
entrar con urgencia a coger un puesto. Estas personas estuvieron incapacitadas
varias semanas y si no les fue peor, fue por la gracia de Dios. Pero pasa a
diario y a toda hora en nuestro medio. Cuando hay filas para entrar a algún
evento, no falta el avispado que intente colarse. Y no falta el descarado que
songo sorongo lo logre sin inmutarse más mínimamente. En carretera, cuando
todos los conductores esperan pacientemente a que se dé vía libre, no falta el
sinvergüenza que olímpicamente traspase a todos y se meta de primero. Y en
nuestras calles cuando se presentan a diario embotellamientos, no hay poder
humano para que alguien permita que otro se adelante, ingrese a la fila o pueda
pasar al otro lado. No, no y no. Como si con tan egoístas comportamientos se
ganase tiempo.
En otra ocasión les conté cómo hay conductores que, ensimismados en sus
celulares, se abstraen en su mundillo de tal manera que lo que pasa a su
alrededor les importa un bledo. Que se puso el tráfico en movimiento, no
importa. Que el semáforo cambió a verde y hay que avanzar, no importa. Una
señora recibió una llamada, pero como no podía orillarse porque estaban las dos
aceras completamente copadas, decidió parar y hablar tranquilamente sin
inmutarse nada ante los pitos, gritos y hasta insultos que le proferían. Para
ella era más importante su llamada que las urgencias y el desespero de los
otros.
Y a propósito de celulares, yo no sé por qué la gente tiene que subir el
tono de la voz cuando contesta. Todos hablamos a gritos. ¿Será que son tan
malos esos aparatos? Lo más grave es cuando se está en un recinto cerrado y
todos los circundantes tienen que enterarse de la conversación completa que el
otro sostiene. Esos aparatos, inventados para comunicarnos y acercarnos han
logrado aislarnos de tal modo que uno ve en un restaurante mesas de cuatro y
hasta de familias o grupos que están todos ahí, pero cada uno concentrado en su
celular. Por eso me encantó un letrero a la entrada de uno de estos sitios:
Aquí no tenemos Wi-Fi para que ustedes puedan conversar.
Esas manifestaciones de craso egoísmo no se improvisan. ¡En la mala
educación que recibimos nos enseñan a ser avispados, a no dejarnos, a colarse
sin que los otros se den cuenta, a buscar el atajo, a hacer trampa, a coger lo mejor,
a no ser bobos! Se trata de una gananciosa actitud que resulta, a la postre,
desastrosa. Pero también en la buena educación hasta para conjugar los verbos
primero va el yo, luego el tú, el nosotros y de últimas ellos…
No es que sea malo pensar en uno mismo. No. Por el contrario, es
saludable y muy importante conocerse, aceptarse, quererse. Pero hasta cierto
punto hay que alimentar el ego. El mandamiento habla de amar a Dios y al
prójimo, como a sí mismo. Esto es sano y conveniente. Pero el nuevo mandamiento
del amor habla de que no hay mayor amor que dar la vida por los otros y esto es
realmente lo que le da sentido a la vida: ser capaz de salir “de su propio amor, querer e interés”
(la frase es de Ignacio de Loyola) para transformar ese amor en entrega y
servicio. Equívocamente la gente cree que la felicidad es satisfacer a tope su
ego con el poder, el placer, el tener. Eso llena temporal y parcialmente, pero
deja al final una sensación de vacío y enorme insatisfacción. Con sabia razón,
Rabindranath Tagore afirmaba: “Soñé que
la vida era felicidad. Desperté y vi que la vida era servicio. Serví y descubrí
que la felicidad estaba en el servicio”. De manera que lo mejor sería conjugar
los verbos al revés: primero ellos, después nosotros, luego tú y, finalmente,
yo. Aunque parezca absurdo, creo, sería lo mejor y lo más conveniente. Prueben
con los que tienen alrededor y luego hablamos.