viernes, 10 de mayo de 2019

Yo, yo y solo yo


José Leonardo Rincón, S. J.*

Pedro Juan González Carvajal
El cuento ese de que hay gente que tiene como lema: “primero yo, segundo yo…y de últimas yo” no es tan cuento, ni es reforzado, ni mucho menos es increíble. ¡Es real!

Conocidos los detalles del absurdo accidente del avión ruso que se incendió en su parte trasera y que le costó la vida a 41 personas, lo que uno no puede creer es que estas muertes hayan sido tantas precisamente porque un señor se empecinó en bajarse del avión con su equipaje de mano que tenía en el compartimento superior y hasta que no lo hizo a su ritmo y como quiso no se movió durante interminables y fatales segundos que habrían podido salvar más vidas. La reprochable actitud egoísta de este señor no concluyó ahí. Una vez en el aeropuerto se fue al counter de la aerolínea a exigir le devolvieran el dinero de su tiquete y a reportar el mal trato que había sufrido de parte de la tripulación que a gritos le exigía no obstaculizar la apremiante evacuación del avión en llamas. Con razón las autoridades locales debieron custodiarlo ante la multitud que quería lincharlo.

Pero él no fue la única infeliz estrella de tan inverosímil película. Se supo también que otros pasajeros contribuyeron de similar manera al desastre y a que se cremaran sus compañeros de viaje, al detenerse unos instantes a tomarse sus selfies y a registrar con fotos y videos cómo ardía la aeronave en tan histórica como trágica jornada. Hasta dónde somos capaces de llegar. Como para no creerlo, ¿verdad?

Eso ocurrió esta semana en Rusia, pero por Macondo ocurre a diario. Ya he sabido el caso de dos personas amigas, una de ellas secretaria en la facultad donde trabajábamos, a quienes en Transmilenio, caídas ellas por accidente al entrar a los buses articulados, literalmente, les pasaron por encima, pisoteándolas y machacándolas, sin importarles nada, porque había que entrar con urgencia a coger un puesto. Estas personas estuvieron incapacitadas varias semanas y si no les fue peor, fue por la gracia de Dios. Pero pasa a diario y a toda hora en nuestro medio. Cuando hay filas para entrar a algún evento, no falta el avispado que intente colarse. Y no falta el descarado que songo sorongo lo logre sin inmutarse más mínimamente. En carretera, cuando todos los conductores esperan pacientemente a que se dé vía libre, no falta el sinvergüenza que olímpicamente traspase a todos y se meta de primero. Y en nuestras calles cuando se presentan a diario embotellamientos, no hay poder humano para que alguien permita que otro se adelante, ingrese a la fila o pueda pasar al otro lado. No, no y no. Como si con tan egoístas comportamientos se ganase tiempo.

En otra ocasión les conté cómo hay conductores que, ensimismados en sus celulares, se abstraen en su mundillo de tal manera que lo que pasa a su alrededor les importa un bledo. Que se puso el tráfico en movimiento, no importa. Que el semáforo cambió a verde y hay que avanzar, no importa. Una señora recibió una llamada, pero como no podía orillarse porque estaban las dos aceras completamente copadas, decidió parar y hablar tranquilamente sin inmutarse nada ante los pitos, gritos y hasta insultos que le proferían. Para ella era más importante su llamada que las urgencias y el desespero de los otros.

Y a propósito de celulares, yo no sé por qué la gente tiene que subir el tono de la voz cuando contesta. Todos hablamos a gritos. ¿Será que son tan malos esos aparatos? Lo más grave es cuando se está en un recinto cerrado y todos los circundantes tienen que enterarse de la conversación completa que el otro sostiene. Esos aparatos, inventados para comunicarnos y acercarnos han logrado aislarnos de tal modo que uno ve en un restaurante mesas de cuatro y hasta de familias o grupos que están todos ahí, pero cada uno concentrado en su celular. Por eso me encantó un letrero a la entrada de uno de estos sitios: Aquí no tenemos Wi-Fi para que ustedes puedan conversar.

Esas manifestaciones de craso egoísmo no se improvisan. ¡En la mala educación que recibimos nos enseñan a ser avispados, a no dejarnos, a colarse sin que los otros se den cuenta, a buscar el atajo, a hacer trampa, a coger lo mejor, a no ser bobos! Se trata de una gananciosa actitud que resulta, a la postre, desastrosa. Pero también en la buena educación hasta para conjugar los verbos primero va el yo, luego el tú, el nosotros y de últimas ellos…

No es que sea malo pensar en uno mismo. No. Por el contrario, es saludable y muy importante conocerse, aceptarse, quererse. Pero hasta cierto punto hay que alimentar el ego. El mandamiento habla de amar a Dios y al prójimo, como a sí mismo. Esto es sano y conveniente. Pero el nuevo mandamiento del amor habla de que no hay mayor amor que dar la vida por los otros y esto es realmente lo que le da sentido a la vida: ser capaz de salir “de su propio amor, querer e interés” (la frase es de Ignacio de Loyola) para transformar ese amor en entrega y servicio. Equívocamente la gente cree que la felicidad es satisfacer a tope su ego con el poder, el placer, el tener. Eso llena temporal y parcialmente, pero deja al final una sensación de vacío y enorme insatisfacción. Con sabia razón, Rabindranath Tagore afirmaba: “Soñé que la vida era felicidad. Desperté y vi que la vida era servicio. Serví y descubrí que la felicidad estaba en el servicio”. De manera que lo mejor sería conjugar los verbos al revés: primero ellos, después nosotros, luego tú y, finalmente, yo. Aunque parezca absurdo, creo, sería lo mejor y lo más conveniente. Prueben con los que tienen alrededor y luego hablamos.