José Leonardo Rincón, S. J.*
“Workaholic” le dicen en inglés y perfectamente se puede traducir de
manera literal: trabajolico, trabajo-adicto, trabajo-dependiente. Estamos
hablando de una adicción, y por ende, entonces, de una enfermedad que muchos
padecen (padecemos o hemos padecido) y que hace que el trabajo se convierta en
una obsesión compulsiva. Se trata de una enfermedad adquirida, muchas veces,
cual virosis de esas que están de moda por estos días y que resultan mortales. Obedece
a esa frenética necesidad de mostrar resultados cada vez más altos, porque la
cota de los logros empresariales se hace, año tras año, insaciablemente más
exigente.
Con estas reflexiones, de ninguna manera, quiero justificar a los vagos
siete suelas, a los mediocres o a los recostados que, por cierto, abundan
también en las organizaciones, esos que llegan sistemáticamente tarde pero son
estrictos a la hora de salir; esos que se la pasan compinchando con sus
compañeros, en tanto hay filas de público ansioso de que lo atiendan; esos que pierden
varias horas al día pegados al celular; esos apoltronados que están convencidos
de que nadie los puede tocar laboralmente porque el Estado proteccionista los
hará reintegrar para ganarse inmerecidamente su salario; esos que ni rajan ni
prestan el hacha, atornillados a su puesto y que le quitan la oportunidad de
laborar a otros que quisieran hacerlo y seguramente lo harían mucho mejor. Sin
duda, es la otra cara de la moneda, el otro extremo.
La cuestión está, entonces, en lograr el justo medio. Precisamente, esta
semana, se conoció un informe en el que se afirma que los colombianos somos de
los que más horas trabajamos a la semana en el mundo. Creo que la noticia me
noqueó, porque no recuerdo si me dio un síncope por la sorpresa o por el
incontenible ataque de risa. Si tanto trabajamos, no entiendo por qué entonces
no estamos mejor que cualquiera de esos países que siguen llamando
desarrollados. Contractual, legalmente, puede ser que digamos que trabajamos 48
o 40 horas. La pregunta del millón es, en consecuencia, ¿Qué tan productivas
resultan esas horas? Luego la cuestión no es de tiempos, ni de cantidades, sino
de calidad, de productividad, en ese trabajo que realizamos. Pero, ¡ojo!, el
riesgo es irse con el péndulo al otro lado.
Lo que se ha venido comprobando con el tiempo es que no se puede ser tan
simplista como para creer que, marcando tarjeta a las horas estipuladas, pocas
o muchas, es suficiente. Tampoco como para creer que sobrecargando de tareas e
imponiendo metas absurdas, se logra ser mejor trabajador. Mucho menos,
esperando un perfil de “workaholic” para obtener satisfactorios resultados. En
los paises nórdicos europeos las horas son menos, pero la calidad de vida es
mayor y los resultados son más eficientes. ¿Dónde está, pues, el quid del
asunto? Tuve ocasión de visitar hace un tiempo la sede de Microsoft en horario
de trabajo y cuando accedí a sus modernos y amplios espacios modulares, no
había más de cuatro funcionarios laborando. La curiosidad me llevó a preguntar
si era que andaban en una reunión o evento y me respondieron que no, que así
era todos los días. Entonces, trabajan muy pocos en tan amplios y costosos
metros cuadrados, insistí. No, fue nuevamente la respuesta. Somos 40 en este
piso, pero la gente viene cuando quiere y a la hora que quiere. A veces, ni
siquiera vienen. Ah, pero ¿qué es esto? ¡Así
rico trabajar con ustedes! Sí, claro, rico. La empresa nos pone unas tareas y
unos tiempos y cada uno es responsable de dar cuenta de ello. Si usted quiere
venir, viene. Si quiere trabajar desde la casa, lo puede hacer. Si hace su
trabajo en una o dos semanas, entonces tiene el resto de su tiempo libre para
usted. Esta conversación no fue en el Silicon Valley sino en Bogotá, de modo
que quedé entre estupefacto y emocionado. Es otro paradigma que requiere,
ciertamente, de responsabilidad, organización, disciplina. Porque no se trata
de ser un esclavo del capitalismo salvaje, tampoco el adicto enfermizo que no
para de trabajar, mucho menos un sinvergüenza arrimado y vividor, sino todo un
profesional cualificado que sabe lo que hace, da cuenta y razón de eso que hace
y efectivamente lo hace con calidad indiscutible.
No todo es o puede ser trabajo por el trabajo en sí. Indudablemente se
trata de que lo haya para todos y resulte dignificante, humano, que aporte
calidad de vida. Eso se alcanza educándose con altos estándares de calidad. Eso
se logra formando con valores y principios incuestionables. Eso resulta haciendo
las cosas bien, con excelencia y calidad. Es otro paradigma, es otra cultura. Entiéndase
bien lo que voy a decir: eso no se conquista con voraces pliegos sindicales que
exigen el oro y el moro, pero no ofrecen nada a cambio. Donde los intereses
egoístas conducen las empresas a la quiebra. No. Cambiar el chip es el evolucionado
resultado de un país donde la consigna es el gana-gana que a todos favorece
porque hay equidad y justicia, trabajo sí, pero bien remunerado, trabajo sí, pero
donde se es feliz y hay calidad de vida porque, definitivamente, no todo es
trabajo. Hay que saber vivir la vida con sano equilibrio.