viernes, 31 de mayo de 2019

No todo puede ser trabajo


José Leonardo Rincón, S. J.*

José Leonardo Rincón Contreras
“Workaholic” le dicen en inglés y perfectamente se puede traducir de manera literal: trabajolico, trabajo-adicto, trabajo-dependiente. Estamos hablando de una adicción, y por ende, entonces, de una enfermedad que muchos padecen (padecemos o hemos padecido) y que hace que el trabajo se convierta en una obsesión compulsiva. Se trata de una enfermedad adquirida, muchas veces, cual virosis de esas que están de moda por estos días y que resultan mortales. Obedece a esa frenética necesidad de mostrar resultados cada vez más altos, porque la cota de los logros empresariales se hace, año tras año, insaciablemente más exigente.

Con estas reflexiones, de ninguna manera, quiero justificar a los vagos siete suelas, a los mediocres o a los recostados que, por cierto, abundan también en las organizaciones, esos que llegan sistemáticamente tarde pero son estrictos a la hora de salir; esos que se la pasan compinchando con sus compañeros, en tanto hay filas de público ansioso de que lo atiendan; esos que pierden varias horas al día pegados al celular; esos apoltronados que están convencidos de que nadie los puede tocar laboralmente porque el Estado proteccionista los hará reintegrar para ganarse inmerecidamente su salario; esos que ni rajan ni prestan el hacha, atornillados a su puesto y que le quitan la oportunidad de laborar a otros que quisieran hacerlo y seguramente lo harían mucho mejor. Sin duda, es la otra cara de la moneda, el otro extremo.

La cuestión está, entonces, en lograr el justo medio. Precisamente, esta semana, se conoció un informe en el que se afirma que los colombianos somos de los que más horas trabajamos a la semana en el mundo. Creo que la noticia me noqueó, porque no recuerdo si me dio un síncope por la sorpresa o por el incontenible ataque de risa. Si tanto trabajamos, no entiendo por qué entonces no estamos mejor que cualquiera de esos países que siguen llamando desarrollados. Contractual, legalmente, puede ser que digamos que trabajamos 48 o 40 horas. La pregunta del millón es, en consecuencia, ¿Qué tan productivas resultan esas horas? Luego la cuestión no es de tiempos, ni de cantidades, sino de calidad, de productividad, en ese trabajo que realizamos. Pero, ¡ojo!, el riesgo es irse con el péndulo al otro lado.

Lo que se ha venido comprobando con el tiempo es que no se puede ser tan simplista como para creer que, marcando tarjeta a las horas estipuladas, pocas o muchas, es suficiente. Tampoco como para creer que sobrecargando de tareas e imponiendo metas absurdas, se logra ser mejor trabajador. Mucho menos, esperando un perfil de “workaholic” para obtener satisfactorios resultados. En los paises nórdicos europeos las horas son menos, pero la calidad de vida es mayor y los resultados son más eficientes. ¿Dónde está, pues, el quid del asunto? Tuve ocasión de visitar hace un tiempo la sede de Microsoft en horario de trabajo y cuando accedí a sus modernos y amplios espacios modulares, no había más de cuatro funcionarios laborando. La curiosidad me llevó a preguntar si era que andaban en una reunión o evento y me respondieron que no, que así era todos los días. Entonces, trabajan muy pocos en tan amplios y costosos metros cuadrados, insistí. No, fue nuevamente la respuesta. Somos 40 en este piso, pero la gente viene cuando quiere y a la hora que quiere. A veces, ni siquiera vienen. Ah, pero ¿qué es esto?  ¡Así rico trabajar con ustedes! Sí, claro, rico. La empresa nos pone unas tareas y unos tiempos y cada uno es responsable de dar cuenta de ello. Si usted quiere venir, viene. Si quiere trabajar desde la casa, lo puede hacer. Si hace su trabajo en una o dos semanas, entonces tiene el resto de su tiempo libre para usted. Esta conversación no fue en el Silicon Valley sino en Bogotá, de modo que quedé entre estupefacto y emocionado. Es otro paradigma que requiere, ciertamente, de responsabilidad, organización, disciplina. Porque no se trata de ser un esclavo del capitalismo salvaje, tampoco el adicto enfermizo que no para de trabajar, mucho menos un sinvergüenza arrimado y vividor, sino todo un profesional cualificado que sabe lo que hace, da cuenta y razón de eso que hace y efectivamente lo hace con calidad indiscutible.

No todo es o puede ser trabajo por el trabajo en sí. Indudablemente se trata de que lo haya para todos y resulte dignificante, humano, que aporte calidad de vida. Eso se alcanza educándose con altos estándares de calidad. Eso se logra formando con valores y principios incuestionables. Eso resulta haciendo las cosas bien, con excelencia y calidad. Es otro paradigma, es otra cultura. Entiéndase bien lo que voy a decir: eso no se conquista con voraces pliegos sindicales que exigen el oro y el moro, pero no ofrecen nada a cambio. Donde los intereses egoístas conducen las empresas a la quiebra. No. Cambiar el chip es el evolucionado resultado de un país donde la consigna es el gana-gana que a todos favorece porque hay equidad y justicia, trabajo sí, pero bien remunerado, trabajo sí, pero donde se es feliz y hay calidad de vida porque, definitivamente, no todo es trabajo. Hay que saber vivir la vida con sano equilibrio.