Por José Alvear Sanín*
Ademinas, asociación que reúne egresados de la
principal escuela de ingeniería del país, me solicita unas palabras sobre el
tema de la corrupción que está desfigurando el país.
En efecto, la corrupción, escasa en los años de
nuestra formación, ahora es endémica. Para la generalidad de las personas todavía,
afortunadamente, constituye motivo de preocupación permanente, pero al mismo
tiempo, una creciente parte de la sociedad se ha enseñado a pensar que la
corrupción está tan generalizada en el mundo de hoy, que no vale la pena
preocuparse por ella, que es inevitable.
De ahí a pensar que hay que actuar como los
corruptos, so pena de no prosperar, hay solamente el cínico paso que tantos
políticos, jueces, comunicadores y empresarios, han dado. Consecuencia de esta
adaptación es la amplísima audiencia y seguimiento que tienen dirigentes
corruptos, personajes que sin el menor rechazo continúan vigentes en las
primeras filas de la vida nacional.
La cuarta acepción en el DRAE, “En las organizaciones, especialmente en las
públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de
aquellas, en provecho económico o de otra índole, de sus gestores”, es una
magistral definición. Vale la pena detenerse en ella, porque insistiendo en
aquello del “provecho económico”, se
pasan por alto los provechos “de otra
índole”, y se soslaya el hecho de que en la empresa privada abunda también
el aprovechamiento indebido para obtener proventos de clientes, proveedores o
banqueros…
Ahora bien, actualmente en la política
colombiana es imperativo un enérgico discurso anticorrupción. Sin embargo, a
las personas que tienen autoridad moral para pronunciarlo, se une una caterva
de personajes reconocidamente inmorales, que para mantener su audiencia hacen
las peroratas más vociferantes. Esta algarabía, en vez de ser rechazada por su
origen torcido, está acabando de convencer a muchos de que ya se pasó el punto
de no retorno, que hasta los peores políticos reconocen y censuran; y que el
país nada, sin remedio, en un mar de chanchullos, coimas, peculados y
prevaricatos.
Cada año, rutinariamente, se dictan nuevos
estatutos anticorrupción, dando origen a una montaña legislativa,
jurisprudencial y reglamentaria copiosa e inútil, porque “hecha la ley, hecha la trampa”, de tal manera que puede decirse
que, a más legislación, mayor corrupción. Un hábil y bien remunerado ejército
de rábulas y de contadores oscurecen de tal manera los negocios, que es
imposible entender los sofisticados mecanismos para la apropiación indebida,
aunque no sea posible ocultar el desmedro de los servicios ni la prosperidad de
los gestores.
He escrito, una y otra vez, que la lucha contra
la corrupción no es un problema legal sino moral. Nada nos ganamos con leyes,
si no somos capaces de llenar concejos, asambleas, congreso, juzgados y
oficinas públicas, con personas honestas. (Y en esto de la honestidad, se es o
no se es, porque no hay gente “muy honesta”). Me dirán que estoy pidiendo peras
al olmo, porque los partidos políticos no van a cambiar, que ahora han llegado
a un estado tal, que les impide llevar a la administración y a la judicatura
personas íntegras.
Este derrotismo es aterrador, porque en toda
sociedad llega un momento cuando rebosa la copa y el pueblo, hastiado, entrega
el Estado a un falso moralizador, al Robespierre, al Lenin, al Chávez, o a
similares, que es lo que espera a Colombia, si seguimos sometidos a la
dictadura judicial alcahueta, y marchando hacia el narcoestado, que no estamos
combatiendo y que es la peor manifestación conocida de la corrupción.
Esta reflexión nos debe llevar a la conclusión
de que, aunque nos sentimos impotentes porque la lucha es bien difícil, cada
una de nuestras actuaciones debe ser ajustada a las más estrictas exigencia
morales. Solo una mayoría de ciudadanos correctos puede cambiar el rumbo del
país. Aun si no surge el líder providencial que el país anhela, siempre debemos
guiarnos por el ideal insuperable de “Trabajo y rectitud”, que preside los
claustros de la Escuela de Minas y es válida para todos los ciudadanos.
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No solo es corrupción dilapidar los recursos
monetarios y físicos para obtener provecho personal o político. Gastar un año
entero para producir 148 páginas de paja jurídica en favor de un
narcoterrorista también lo es, y agravada con prevaricato y usurpación de
funciones. ¡De igual manera, es corrupción tolerar esa jurisdicción
paracriminal dentro del Estado!