domingo, 7 de abril de 2019

Los sacerdotes


Por Andrés de Bedout Jaramillo*

Andrés de Bedout Jaramillo
Me estoy refiriendo a los sacerdotes de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, a los sacerdotes que en el transcurso de estos 63 años, he tenido la oportunidad de conocer y tratar, sin considerarme en un nivel óptimo en que todos los católicos deberíamos estar, en función y servicio de nuestros semejantes, practicando los mandamientos de la ley de Dios, que contienen el comportamiento de nosotros, los seres humanos, para un buen funcionamiento de nuestras familias y por ende de nuestra sociedad.

Estos sacerdotes fueron mis maestros en la primaria y en la secundaria, casi todos de origen español, de la comunidad Benedictina, con una formación, donde, además de los interminables estudios requeridos para ser sacerdotes, tenían su especialización en materias mundanas como la panadería, la botánica, la química, la mecánica, etcétera. Con estos saberes, además del servicio como sacerdotes, podían transmitir sus conocimientos en esas materias en que se especializaron, para el servicio a la comunidad a la que pertenecían y a la sociedad en general. La correa y la cachetada no faltaban cuando en nuestro proceso educativo eran necesarias frente a conductas graves que cometimos. Recuerdo especialmente al padre Cesáreo; todos los días iba caminando a la cárcel de Envigado a visitar los presos, siempre sonriente y amable.

Si miramos la historia, los primeros educadores fueron las comunidades religiosas, que llegaron como misioneros con la venida de los conquistadores, dejando atrás, familias, amistades y demás comodidades que les permitía la Europa de la época. Vinieron para civilizar y educar a nuestros ancestros indígenas, habitantes de selvas inhóspitas, plagadas de animales salvajes y de enfermedades tropicales.

Si me pusiera a hacer la lista de comunidades y de colegios, que por siglos se han dedicado a la difícil tarea de la educación, no terminaría.

Para ser sacerdote se debe recorrer un largo camino de estudios, dejar la familia, estar dispuesto a la soledad, a la castidad, a la pobreza, al servicio, a la entrega total sin contraprestación distinta a la satisfacción del deber cumplido, razón por la cual las personas dispuestas a la profesión del sacerdocio son cada vez menos.

Cuando vivíamos en Zúñiga, barrio de Envigado, conocimos al padre Marco Tulio. Tenía como misión la construcción de la parroquia de la Niña María. Las celebraciones eucarísticas iniciales se hicieron en el garaje de nuestra casa, mientras conseguíamos el lote y construíamos la ramada que permitiera una sede propia, para la comunidad de la zona, que unida en torno a ese propósito, y bajo la dirección y trabajo incansable del sacerdote, logró su propósito; hoy es una bella parroquia.

Ahora el padre Wilson de San Benito Abad, con la comunidad parroquial que tiene organizada en torno a ese mantenimiento espiritual que todos requerimos, como personas, como familias, como sociedad. Tiene la tarea la de construir la parroquia, consiguiendo primero los recursos y atendiendo los requerimientos espirituales de todos y cada uno de nosotros los vecinos de la parroquia y de los no vecinos. Es que el trabajo de los sacerdotes no tiene fronteras, ni distingue clases sociales, ni razas, ni colores, ni edades, ni tamaños; ellos son el enlace entre los diferentes estamentos de la sociedad, recogen mercados para dar a los más necesitados, hacen los roperos, entienden nuestros problemas, aconsejan nuestros comportamientos cuando nos equivocamos, defienden y ayudan a las comunidades cuando lo requieren, en fin, y todo esto y mucho más, lo hacen gratuitamente, por el amor al prójimo como lo ordenan los mandamientos de la ley de Dios. Cómo olvidar a los padres Sergio y Felipe de los Legionarios de Cristo, y sus demás compañeros, liderando el seminario, Mano Amiga y al Colegio Cumbres, que hoy puntea dentro de los mejores. Cómo olvidar al padre Téllez del Opus Dei, a los rectores de la UPB donde me eduqué como abogado, a los padres Comte y Reinaldo del Hogar del Niño.

Estos recuerdos de reconocimiento y agradecimiento llegaron a mi mente el domingo pasado, cuando con mi esposa fui a misa y me encontré con una solemne celebración, en la iglesia de San Antonio de Pereira, donde no cabíamos los asistentes, ni adentro, ni afuera. Estar parados en la muy larga celebración no importaba, se ordenaba un sacerdote y cuando se ordena un sacerdote, la sociedad se pone de fiesta, porque llega un valiente a enseñar y a ayudar a la comunidad de una sociedad.

Tenemos que aprender mucho de la Biblia, de la palabra de Dios y más ahora, cuando las clases de cívica, urbanidad, historia, religión y hasta geografía, se han vuelto tan escasas. Estamos en una sociedad donde las múltiples esclavitudes nos agobian a nosotros sus integrantes, la droga, el alcohol, el sexo, el dinero, el celular, etcétera. Y requerimos permanentemente consejo oportuno para estar enderezando el caminado y no sucumbir frente a esas esclavitudes de la vida, que para enfrentarlas necesitamos de la fuerza, de la paz y la tranquilidad que nos da el mantenimiento espiritual que presida nuestras almas con la cercanía a Dios, a través de la oración y de los aprendizajes que nos brinda la Biblia, la palabra.

El servicio que nos prestan los sacerdotes individualmente y de manera colectiva es tan importante y tan difícil, que ya pocas personas se atreven a tan difícil, riesgosa, sacrificada y solitaria profesión.

La homilía de esa misa nos recordó a todos, y muy especialmente al recién ordenado, las funciones, las obligaciones, las actividades, las privaciones de un sacerdote, de alguien que le dijo sí a un servicio incondicional a sus semejantes, siendo un ser humano que perfectamente pudo haber escogido otra profesión, que no lo sustrajera de la zona de confort que se nos permite a otros profesionales.

El sacrificio y la dedicación está presente en todo el larguísimo proceso de formación y educación de un sacerdote, tiene que salir preparado para atender todo tipo de problemas y situaciones que se presentan en forma individual y colectiva al interior de la sociedad, no se puede equivocar y sus palabras y consejos tienen que ser la medicina para las almas.

En estos días me tocó compartir con varios sacerdotes en una actividad de servicio. Los había, jóvenes y viejos, de todas las zonas del país, inclusive extranjeros, hombres comunes y corrientes, preparados para abordar todos los temas, manifestar sus sentimientos de alegría, de tristeza, de preocupación. Son hombres que cometen errores y también requieren de mantenimiento espiritual, pero tienen una gran diferencia con todos nosotros los que no somos sacerdotes, su vida de dedicación y servicio a sus comunidades no tiene hora ni fecha en el calendario, también se cansan, se ofuscan, se ríen, se deprimen, pero siempre están listos al servicio desinteresado y gratuito a sus comunidades.


Por algo será por lo que, en recientes encuestas, la Iglesia representada por los sacerdotes es la entidad que más confianza le brinda a los colombianos. Mil gracias a todos los sacerdotes y ojalá que más valientes se atrevan, la sociedad y la Iglesia los necesitamos.