Por Andrés de Bedout
Jaramillo*
Me estoy refiriendo a los sacerdotes
de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, a los sacerdotes que en el
transcurso de estos 63 años, he tenido la oportunidad de conocer y tratar, sin
considerarme en un nivel óptimo en que todos los católicos deberíamos estar, en
función y servicio de nuestros semejantes, practicando los mandamientos de la
ley de Dios, que contienen el comportamiento de nosotros, los seres humanos,
para un buen funcionamiento de nuestras familias y por ende de nuestra sociedad.
Estos sacerdotes fueron mis
maestros en la primaria y en la secundaria, casi todos de origen español, de la
comunidad Benedictina, con una formación, donde, además de los interminables
estudios requeridos para ser sacerdotes, tenían su especialización en materias
mundanas como la panadería, la botánica, la química, la mecánica, etcétera. Con
estos saberes, además del servicio como sacerdotes, podían transmitir sus
conocimientos en esas materias en que se especializaron, para el servicio a la
comunidad a la que pertenecían y a la sociedad en general. La correa y la cachetada
no faltaban cuando en nuestro proceso educativo eran necesarias frente a
conductas graves que cometimos. Recuerdo especialmente al padre Cesáreo; todos
los días iba caminando a la cárcel de Envigado a visitar los presos, siempre
sonriente y amable.
Si miramos la historia, los
primeros educadores fueron las comunidades religiosas, que llegaron como
misioneros con la venida de los conquistadores, dejando atrás, familias,
amistades y demás comodidades que les permitía la Europa de la época. Vinieron para
civilizar y educar a nuestros ancestros indígenas, habitantes de selvas
inhóspitas, plagadas de animales salvajes y de enfermedades tropicales.
Si me pusiera a hacer la
lista de comunidades y de colegios, que por siglos se han dedicado a la difícil
tarea de la educación, no terminaría.
Para ser sacerdote se debe
recorrer un largo camino de estudios, dejar la familia, estar dispuesto a la
soledad, a la castidad, a la pobreza, al servicio, a la entrega total sin
contraprestación distinta a la satisfacción del deber cumplido, razón por la
cual las personas dispuestas a la profesión del sacerdocio son cada vez menos.
Cuando vivíamos en Zúñiga,
barrio de Envigado, conocimos al padre Marco Tulio. Tenía como misión la
construcción de la parroquia de la Niña María. Las celebraciones eucarísticas
iniciales se hicieron en el garaje de nuestra casa, mientras conseguíamos el
lote y construíamos la ramada que permitiera una sede propia, para la comunidad
de la zona, que unida en torno a ese propósito, y bajo la dirección y trabajo
incansable del sacerdote, logró su propósito; hoy es una bella parroquia.
Ahora el padre Wilson de San
Benito Abad, con la comunidad parroquial que tiene organizada en torno a ese
mantenimiento espiritual que todos requerimos, como personas, como familias,
como sociedad. Tiene la tarea la de construir la parroquia, consiguiendo
primero los recursos y atendiendo los requerimientos espirituales de todos y
cada uno de nosotros los vecinos de la parroquia y de los no vecinos. Es que el
trabajo de los sacerdotes no tiene fronteras, ni distingue clases sociales, ni
razas, ni colores, ni edades, ni tamaños; ellos son el enlace entre los
diferentes estamentos de la sociedad, recogen mercados para dar a los más
necesitados, hacen los roperos, entienden nuestros problemas, aconsejan
nuestros comportamientos cuando nos equivocamos, defienden y ayudan a las
comunidades cuando lo requieren, en fin, y todo esto y mucho más, lo hacen
gratuitamente, por el amor al prójimo como lo ordenan los mandamientos de la
ley de Dios. Cómo olvidar a los padres Sergio y Felipe de los Legionarios de
Cristo, y sus demás compañeros, liderando el seminario, Mano Amiga y al Colegio
Cumbres, que hoy puntea dentro de los mejores. Cómo olvidar al padre Téllez del
Opus Dei, a los rectores de la UPB donde me eduqué como abogado, a los padres
Comte y Reinaldo del Hogar del Niño.
Estos recuerdos de
reconocimiento y agradecimiento llegaron a mi mente el domingo pasado, cuando
con mi esposa fui a misa y me encontré con una solemne celebración, en la
iglesia de San Antonio de Pereira, donde no cabíamos los asistentes, ni adentro,
ni afuera. Estar parados en la muy larga celebración no importaba, se ordenaba
un sacerdote y cuando se ordena un sacerdote, la sociedad se pone de fiesta,
porque llega un valiente a enseñar y a ayudar a la comunidad de una sociedad.
Tenemos que aprender mucho
de la Biblia, de la palabra de Dios y más ahora, cuando las clases de cívica,
urbanidad, historia, religión y hasta geografía, se han vuelto tan escasas. Estamos
en una sociedad donde las múltiples esclavitudes nos agobian a nosotros sus
integrantes, la droga, el alcohol, el sexo, el dinero, el celular, etcétera. Y
requerimos permanentemente consejo oportuno para estar enderezando el caminado
y no sucumbir frente a esas esclavitudes de la vida, que para enfrentarlas
necesitamos de la fuerza, de la paz y la tranquilidad que nos da el
mantenimiento espiritual que presida nuestras almas con la cercanía a Dios, a
través de la oración y de los aprendizajes que nos brinda la Biblia, la
palabra.
El servicio que nos prestan
los sacerdotes individualmente y de manera colectiva es tan importante y tan
difícil, que ya pocas personas se atreven a tan difícil, riesgosa, sacrificada
y solitaria profesión.
La homilía de esa misa nos
recordó a todos, y muy especialmente al recién ordenado, las funciones, las
obligaciones, las actividades, las privaciones de un sacerdote, de alguien que
le dijo sí a un servicio incondicional a sus semejantes, siendo un ser humano
que perfectamente pudo haber escogido otra profesión, que no lo sustrajera de
la zona de confort que se nos permite a otros profesionales.
El sacrificio y la dedicación
está presente en todo el larguísimo proceso de formación y educación de un sacerdote,
tiene que salir preparado para atender todo tipo de problemas y situaciones que
se presentan en forma individual y colectiva al interior de la sociedad, no se
puede equivocar y sus palabras y consejos tienen que ser la medicina para las
almas.
En estos días me tocó
compartir con varios sacerdotes en una actividad de servicio. Los había,
jóvenes y viejos, de todas las zonas del país, inclusive extranjeros, hombres
comunes y corrientes, preparados para abordar todos los temas, manifestar sus
sentimientos de alegría, de tristeza, de preocupación. Son hombres que cometen
errores y también requieren de mantenimiento espiritual, pero tienen una gran
diferencia con todos nosotros los que no somos sacerdotes, su vida de
dedicación y servicio a sus comunidades no tiene hora ni fecha en el
calendario, también se cansan, se ofuscan, se ríen, se deprimen, pero siempre
están listos al servicio desinteresado y gratuito a sus comunidades.
Por algo será por lo que, en
recientes encuestas, la Iglesia representada por los sacerdotes es la entidad
que más confianza le brinda a los colombianos. Mil gracias a todos los sacerdotes
y ojalá que más valientes se atrevan, la sociedad y la Iglesia los necesitamos.