Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Durante
estas dos semanas y con ocasión de la visita del P Antonio Delfau, jesuita
chileno que trabaja en nuestra Curia en Roma como asistente del Ecónomo
General, a un ritmo intenso, cuasi agotador, sólo mitigado por la calidad de
nuestra gente y sus valiosos trabajos en contextos tan diversos, pudimos dar
una rápida vuelta por esta Colombia contrastante y maravillosa.
Desde
este altiplano capitalino comenzó nuestro periplo, para nada turístico,
estrictamente de trabajo, buscando conocer más de cerca lo que hacemos los
jesuitas con nuestros compañeros apostólicos laicos, a través de nuestras
comunidades y obras, resultó ser una privilegiada ocasión de medir el pulso del
estado de nuestro país.
En
Bogotá, nuestra base estuvo en la residencia jesuita de la Universidad. Desde
allí nos fuimos desplazando, en jornadas maratónicas que regularmente
comenzaban a las 7:30 y concluían sobre las 9 de la noche. Si se quiere, en
tanto para él era conocer nuestra realidad, para mí fue reconocer: ese palíndromo,
de ida y vuelta que se lee igual en ambos sentidos y que resulta ser tan
saludable como necesario ejercicio de colombianidad y de profundo sentido ignaciano
y jesuítico, nutrido con nuestra rica historia y deslumbrante geografía, con
una diversidad cultural de caracteres múltiples acompañados de típicos acentos
y costumbres y una variada y deliciosa gastronomía.
De
norte a sur y de occidente a oriente, desde 1604 hasta hoy, los andariegos jesuitas,
a veces como misioneros itinerantes, a veces asentándonos en pueblos y
ciudades, hemos hecho presencia en estas tierras y estos días fueron ocasión
para recordarlo. Llegamos por Cartagena: allí tuvimos nuestro primer colegio,
Iglesia y residencia, allí consagró su vida entera a los esclavos afros San
Pedro Claver y no gratuitamente por ello, además de ser patrimonio histórico de
la humanidad tan mágica y encantadora ciudad, es igualmente cuna de los
derechos humanos. No fuimos a la Puerta de Oro porque ya había estado antes conociendo
el colegio más moderno que tenemos y por donde los jesuitas introdujimos el
deporte del fútbol. Hemos vuelto a la también colonial Mompós, por mucho tiempo
casi olvidada y hoy en plena recuperación y auge, para recordar que el
Magdalena fue nuestra arteria fluvial más importante. En el Colegio Mayor de
San Bartolomé, en la suroriental esquina de la Plaza de Bolívar, junto con la
Iglesia de San Ignacio, el peso de la historia se hizo evidente: próceres,
científicos, artistas, humanistas, políticos y una veintena de presidentes en
sus aulas se han formado.
Por
el oriente estuvimos en Bucaramanga, la ciudad bonita, admirando el trabajo
académico del colegio San Pedro, posicionado como el mejor de los 9 que
tenemos, la parroquia y la casa de retiros más grandes que poseemos en el país.
Visitamos igualmente el Páramo de la Rusia en Duitama nuestra más antigua
hacienda, donde nacen los ríos blanco y negro que unidos se convertirán en el
Fonce, una hermosa reserva natural que ambientalistas y ecologistas sueñan y
admiran. Por las grandes distancias y escasez de tiempo no fuimos a La Macarena
en la Orinoquia, donde acabamos de asumir una parroquia, hermosa región donde
en el pasado tuvimos parte de las famosas reducciones y lugar donde hasta hoy
dejamos huella por haber desarrollado una nueva raza en ganadería. Tampoco
pudimos ir a Leticia en la Amazonia, donde actualmente trabajamos
continentalmente con otros en aras de proteger el mayor y más importante pulmón
de la humanidad.
Por
el occidente, estuvimos en La Ceja y Medellín. Las dos poblaciones pronto
estarán conectadas por un rápido túnel que convertirán ese hermoso valle del
oriente paisa en el segundo piso de Medellín. Qué paisajes tan hermosos y qué
admirable el desarrollo que ha tenido toda la región. Pudimos compartir con los
miembros del Centro de Fe y Culturas y apreciar cómo se entiende este diálogo
entre la fe que profesamos y el contexto complejo que vivimos.
En
esta oportunidad no hubo tiempo para apreciar en el eje cafetero nuestra
presencia en Manizales, La Dorada, Armero y Cambao, pues en su anterior visita
ya había estado por allí. Igual pasó con Cali. En cambio, pudimos ir más al
sur, a Pasto y ver la positiva transformación que hemos tenido con la completa
reconstrucción del Colegio Javeriano en sus dos sedes; la Casa de Ejercicios San
Ignacio (una auténtica joya del tallista Zambrano); el Templo de Cristo Rey
(sin lugar a dudas uno de los más bellos de la ciudad) y la finca Villa Loyola
(ganadora de la Taza de la Excelencia por producir el mejor café del país,
apenas merecido reconocimiento a mis hermanos jesuitas que lo introdujeron en
la Nueva Granada a base de penitencias) convertida ahora en un proyecto
agrícola integral que inspira y respalda el quehacer de la Fundación Suyusama
en favor de las familias campesinas de la región.
Han
sido dos semanas muy intensas, pero inolvidables. Lo mejor ha sido nuestra
gente con su alegre acogida, su trabajo lleno de innovadora creatividad, empuje
y tenacidad, lo que confirma por qué esta Colombia nuestra se sostiene a pesar
del daño que tantos otros le ocasionan. Lo triste, la inequidad y la pobreza en
nuestros cinturones de miseria o en nuestros hermanos venezolanos que
encontramos por las carreteras llegando a Bucaramanga o retornando en Nariño
porque no pudieron entrar al Ecuador. Pasé vergüenzas con varios taxistas
avivatos que quisieron aprovecharse porque andaba con un extranjero: pequeña
muestra del afán corrupto del dinero fácil. Como ven… un rápido retrato
radiográfico con sus luces y sombras de esta Colombia maravillosa.